La Vanguardia

Museolandi­a

El Louvre bate el récord con 10,2 millones de visitas, pero ¿vale la pena entrever un cuadro?

- ÓSCAR CABALLERO

El Louvre, castillo de reyes, fue transforma­do en museo, por la Revolución Francesa, para que el pueblo, unos 28 millones de franceses, lo hiciera suyo. Los 10.200.000 visitantes del 2018, récord histórico y mundial para un museo de bellas artes y antigüedad­es ¿hacen realidad aquel sueño?

Universali­zado: la cuarta parte de la cifra fue aportada por norteameri­canos y chinos, aunque Francia sea la nación más presente, con más de dos millones y medio de curiosos. Pero ayer, mientras el Louvre sacaba pecho, Frédéric Mitterrand, exministro de Cultura, matizaba: “¿Es positivo tener que abrirse camino entre doscientas personas para entrever un cuadro?”.

Y es que los museos limitan el número de visitantes con criterio de bombero, pero no artístico. Y al obstáculo humano hay que sumar el del homo fotógrafo, que no en vano ya en 2016 el Louvre fue “museo más instagrama­do del mundo”.

Ampliado y ordenado por la pirámide –este año celebra sus treinta primaveras– y por los 60 millones de euros invertidos los dos últimos años en detalles tan poco museístico­s como una gran consigna, el Louvre festeja Reyes con el estreno, el 5, de sus nocturnas gratuitas de los sábados. Pero suprime el domingo mensual gratuito, “que sólo utilizaban los turistas”.

Porque hay conflicto. Así como previó el conflicto entre nativos y turistas en la Barcelona del siglo XXI, nadie imaginó tampoco, cuando la pirámide canalizó colas y visitas, que del 2017 al 2018 el Louvre saltaría de ocho millones a los diez millones de entradas, en ese podio al que sólo suben el Museo Nacional de China y el MOMA.

Un podio estratosfé­rico. Así, mientras en el Louvre sólo La Gioconda reúne diariament­e 15.000 curiosos, en diciembre pasado El Prado batió su récord de una jornada con 13.820 visitantes. Y eso que el museo madrileño, con poco más de tres millones, encabeza la tabla española, equiparado, en París, con el Pompidou y Orsay.

La marca Louvre se disparó con sucursales en Atlanta, Lens, Abu Dabi. O con el clip (Ape Shit , de Everything is Love) grabado por Jay-Z y Beyoncé: más de 125 millones de visionados. “Los reyes de la música se sienten en casa en el antiguo palacio de los reyes”, escribió el jefe de cultura de Le Monde. Ya en el 2014, la pareja privatizó el museo una noche para visitarlo con su hija, detalle no previsto por Robespierr­e.

¿Raperos de culto y de cultura? Colegas de Jay Z, Puff Daddy, o Diddu, pagaron más de 18 millones de dólares, el 4 de mayo, por una tela del afroameric­ano Kerry James Marshall. Y ese mismo mes, el productor de hip hop Kasseem Dean (alias Swizz Beatz), coleccioni­sta de Basquiat y Haring, sufragó con 5.000 dólares la primera personal de veinte pintores de Nueva York.

Como en el cine, en Museolandi­a las superprodu­cciones aplastan la competenci­a con dinero (los seguros han disparado sus tarifas al ritmo del martillo de los subastador­es), pero también a base de agenda. Y de cofradías como la de los conservado­res, que intercambi­an obras y construyen así, a través de artículos en el catálogo, y comisariad­os, una carrera.

Y ya tampoco se trata sólo de pintura. En 2016-2017, en París, cuatro heterogéne­as exposicion­es (colección Chtchoukin­e en Louis Vuitton, Magritte en el Pompidou, Christian Dior en Artes Decorativa­s y dinonadie

saurios en el Palais de la Découverte) sumaron más de tres millones de visitantes.

No decae: ayer por la tarde, la Fundación Vuitton (Basquiat & Egon Schiele) anunciaba un mínimo de tres horas de cola para quienes llegaban sin reserva. Y si ayer, también, el presidente del Louvre (hijo de humildes inmigrante­s españoles), Jean-Luc Martínez, subrayaba que gracias al porcentaje sobre los más de 150 millones de recaudació­n hay fondo para compras, era porque, con el siglo XXI, los subsidios encogieron.

En el 2018, Francia repartió 350 millones de euros entre sus museos. Además de taquilla, el Louvre tira de clips (40.000 euros dos noches), filmes (400.000 euros el 2017), venta de savoir faire y alquiler de obras.

En menos de dos décadas del siglo, a sus tres antenas se sumarán las cuatro del Pompidou (Málaga, Metz, Bruselas, Shanghai). Y en Bahía, Brasil, hay un Rodin, sucursal del parisino que el 14 de febrero evoca el cinematogr­áfico romance de Rodin con Camille Claudel y el éxito de los dibujos eróticos del escultor para repetir su rentable “noche sorpresa de San Valentín”.

Todo lo que haga caja vale. Como las 35.000 entradas a los diversos conciertos anuales de música del siglo XIX de Orsay. Lo demuestra la vida propia de las tiendas de la Reunión de los Museos Nacionales, que, sin más escrúpulos que la Sucesión Picasso cuando alquiló la firma del artista a una de automóvile­s, traduce en merchandis­ing cada exposición: de lápiz a bolsos, de foulards a reproducci­ones.

Hay resistente­s, claro. Tal vez los mismos que lamentan el lleno de las playas –sin los cuales el quejoso tampoco podría disfrutarl­as– o recuerdan aquel Prado vacío en el que un Jorge Semprún clandestin­o recargaba pilas bajo el franquismo.

El belga Bernard Hennebert, autor de Les musées aiment-ils le public? (¿Los museos aman al público?), explica en once capítulos que no: “Sólo cuenta la rentabilid­ad”. Y montó en su país, el 2010, una LUC, liga de usuarios de la cultura.

En París, Bernard Hasquenoph creó a su vez Louvrepour­tous.fr que le hace eco y combate “los megamuseos que convirtier­on el arte en mercancía”. Pero ¿quien obliga al pueblo soberano a tragar tres horas de cola y gastar entre 12 y 50 euros entre taquilla y tienda, en ese museo público privatizad­o por el dinero, cuando tiene a su disposició­n las muchas muestras de galerías de arte privadas y sin embargo gratuitas?

MASIFICACI­ÓN

Los museos limitan el número de visitantes con criterio de bombero pero no artístico

¿LOS MUSEOS AMAN AL PÚBLICO? En este libro el belga Bernard Hennebert defiende que no sólo cuenta la rentabilid­ad

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LIONEL BONAVENTUR­E / AFP

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