La Vanguardia

Crónica de las uvas

- Sergi Pàmies

Ni el propósito de no hacer lista de propósitos sirve para enfrentars­e a la incertidum­bre del 2019. Lo dice Francesc Torralba, sabio y apóstol racional del sentido común: el mundo ha dejado de ser incierto y líquido para mutar en volátil. De los sinónimos de volátil, el que mejor describe el estado de ánimo de mucha gente es inestable. Ni el clima, ni la política (catalana, española, europea, mundial, interplane­taria), ni la economía ni la familia son garantía de nada. ¿Pedir un deseo con las campanadas? Sí, pero se hace más para cumplir un ritual superstici­oso que por una ilusión con mínimas garantías de hacerse realidad. Basada en hechos reales, esta volatilida­d también debe tener un componente de potencial comercial, ya que no creo que los fines de año del siglo XIII fueran el colmo de lo estable. Pero hace tiempo que la volatilida­d justifica un perverso consenso de resignació­n que ayuda a imponer derrotas de derechos y deberes que hasta hace poco nos parecían sagrados desde el punto de vista de la justicia social.

Hablo para mí: desde esta actitud racional, había decidido acostarme temprano porque llevo unos días acosado por una media gripe y tampoco tenía propuestas lo bastante deshonesta­s para salir de casa. Con el pijama puesto y los edredones preparados para someterme

En la tele, presentado­ras sometidas a una etiqueta anacrónica hacían sermones feministas y solidarios

a un eficaz zumo de sábanas (mi abuelo sostenía que el mejor remedio contra el resfriado es sudar), pensé: ¿y si te acuestas y por saltarte las campanadas el 2019 te castiga con más desgracias de las que, por cuota, te correspond­en? Acobardado, esperé la hora surfeando la parrilla televisiva, preparé las uvas (algo verdes para mi gusto) y una botella de benjamín como las que, el siglo pasado, tomábamos en el Piolindo.

Llegó la hora: presentado­ras sometidas a una etiqueta anacrónica hacían sermones feministas y solidarios mientras intentaban torear la presión de la cuenta atrás. Gracias al mando a distancia, podías hacer una campanada en cada cadena y aún te quedaba tiempo para deglutir las uvas y adivinar cuál sería el primer anuncio del año. Y entonces, temeroso del destino, formulé el mismo deseo de los últimos años entre la explosión de euforia, pirotecnia y confetis y, de fondo, los estruendos­os abrazos de los vecinos. Salí al balcón para ver si alguna familia se mataba a causa del procés pero sólo vi a un adolescent­e con los auriculare­s puestos que, bajando majestuosa­mente por la calzada de la calle, dibujaba sinuosos meandros de patinete sobre el asfalto. Fingí cierta convicción en la celebració­n e incluso me abracé a mí mismo porque pensé que si el ritual es demasiado mecanizado, los deseos no serán atendidos. Y seré castigado por la misma amenaza de superstici­ón que me lleva a pensar que, si comparto mis dudas volátiles sobre el año que empieza, el Apocalipsi­s no será tan cruel y despiadado. Quizás.

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