La Vanguardia

Novela tropical

- Julià Guillamon

La editorial Diminuta acaba de publicar un libro dedicado al dibujante anarquista Shum. Hablaré de él un poco la próxima semana. Me ha recordado una época, hace doce o trece años, en la que viajaba a menudo a la República Dominicana. Habíamos montado una exposición sobre el exilio de 1939 y nos pareció buena idea llevarla a Santo Domingo, que tuvo un exilio bastante olvidado. La sociedad que se encargaba de la promoción exterior de la cultura española tenía contratado­s a unos tipos con muchos contactos en el Caribe. Eran valenciano­s, diría que de Paterna, y tenían casa en La Habana. Resulta que la directora del Museo de Arte Moderno de Santo Domingo, una negra guapetona, había estado en Paterna, la habían conocido como profesora de salsa. En un pispás estuvo montado.

La gran mayoría de los exiliados habían salido de Santo Domingo diciendo pestes de la isla. Yo, en la exposición, quería presentar también a los que se quedaron y se integraron en la vida dominicana. Todo el mundo me hablaba de la escritora María Ugarte. Fui a visitarla. Me hizo pasar a la única habitación de la casa con aire acondicion­ado, a temperatur­a de oso polar. Me dijo que salió de España por A Coruña. Qué cosa tan rara. Al día siguiente entrevisté a María Bernaldo de Quirós, de una familia republican­a de pro: “¿Pero cómo exiliada? ¡Su padre era el jefe de la quinta columna de Madrid!”. Ugarte me habló de su exmarido, un ruso enigmático llamado Brusilov, que tenía toda la pinta de ser espía. Cuando ya me iba me dijo: “Tienes que conocer a Montserrat Prats”. Resultó que era la nieta de Shum.

Nos hicimos muy amigos. Íbamos de aquí para allá por Santo Domingo, me acompañaba al barrio antiguo, donde pasaban las historias de exiliados y que, a según que hora del día, imponía

El portero de la finca era fan de un jugador de béisbol de origen catalán, Albert Pujols, y no se quitaba la gorra ni para dormir

respeto. Había unas trenzas de cables eléctricos que pasaban de un lado a otro de la calle, había tantos que parecía que iban a arrastrar y a tirar las casas. Montserrat vivía en un barrio residencia­l, con una concentrac­ión de concesiona­rios de Ferrari, Jaguar y Harley Davidson que daba miedo. El portero de la finca era fan de un jugador de béisbol de origen catalán, Albert Pujols, y no se quitaba la gorra con su nombre ni para dormir.

Al anochecer, Montserrat ponía la música a todo taco y la cosa parecía que iba a derivar en una destroy party. Su íntima amiga, una negra remolona llamada Cosette, me explicó la muerte del hijo. No lo había superado. Yo le decía “no, no, no” y me disponía a salir. Los hoteles, junto al mar, eran tremendos. Tenías una llave para activar el ascensor y que no subieran a los pisos personas incontrola­das. A pesar de ello, un día llamaron a la puerta y era una chica que sabía mi nombre. En la planta baja funcionaba­n toda la noche unos casinos, con la luz deslumbran­te de las máquinas tragaperra­s. Eran los únicos lugares de Santo Domingo donde se podía tomar copas de madrugada, lo que no resultaba muy tranquiliz­ador. Al día siguiente, a media mañana, telefoneab­a: “Montserrat: ¿tú sabes donde estaba el restaurant­e Hollywood?”.

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