Un pésimo negocio

LA política catalana es un jeroglífico indescifrable, no porque los cronistas carezcan de la piedra de Rosetta para leer bien sus movimientos, sino porque las declaraciones públicas no se corresponden con las explicaciones privadas de los protagonistas. Existe un gran temor a que las bases de los partidos independentistas no entiendan el pragmatismo de sus dirigentes, con lo cual estos pueden acabar cometiendo errores que condicionen la gobernabilidad de la Generalitat en perjuicio de todos. Se ha jugado tanto con las emociones que nadie se atreve a llamar a las cosas por su nombre. Resulta más fácil proclamar que se está construyendo una república que nadie acierta a ver que afirmar que lo inteligente es aprobar el presupuesto del Gobierno socialista porque supone mejorar la calidad de vida de los catalanes. Lo uno es una entelequia, y lo otro, realismo.

Ha tenido que ser la exconsellera Dolors Bassa desde la cárcel de Puig de les Basses quien dijera bien alto que “no podemos dejar caer al Gobierno de Pedro Sánchez, pues la alternativa es mucho peor, con el PP, Cs y la extrema derecha”. Todo un ejercicio de sentido común de quien tiene autoridad moral para expresar lo que piensa sin que le importen los reproches de las redes. Después, el president Quim Torra se metió en un jardín al amenazar a ERC y el PDECat con una crisis si dejaban que los presupuestos siguieran su camino, sin que hubiera un movimiento hacia la autodeterminación. Tuvo que salir Joan Tardà –y ayer Carles Puigdemont– a recordarle que no preside un gobierno monocolor.

El Consejo de Ministros aprobó ayer un proyecto de ley de presupuestos para el 2019 que supone un mínimo de 1.700 millones más para Catalunya en financiación y el cumplimiento por primera vez de la adicional tercera del Estatut, que ajusta la inversión en infraestructuras al PIB. El no de ERC y

PDECat sería un pésimo negocio para los catalanes. Pero eso, por desgracia, tampoco es nuevo.