La Vanguardia

La vida en Alfajarín

- CONFUSIÓN VITAL Jordi Évole

Puerta de los Monegros, parada casi obligatori­a de los buses que enlazan Barcelona con Madrid, Alfajarín es uno de esos nombres que, de forma desapercib­ida, pasan por las vidas de millones de personas, como las que se ha encontrado Jordi Évole durante su estancia en esta localidad zaragozana: “En Alfajarín se conserva el aroma de los viajes en los Seat 127, 850 o Ritmo. Cuando no había elevalunas eléctricos ni cinturones en los asientos traseros”.

Llevo tres días viviendo en un hotel de carretera. En una de esas áreas de servicio con solera, que no ha perdido su identidad, que le ha ganado la batalla a la globalizac­ión, que no ha sido devorada por ninguna gran cadena de restauraci­ón, donde los bocadillos no llevan la misma funda de papel logotipada que llevan los bocadillos en todas las áreas de servicio de una autopista, ni el café es de la misma marca del que te vas a tomar en la próxima gasolinera, y en la siguiente, y en la otra.

En Alfajarín se conserva el aroma de los viajes en los Seat 127, 850 o Ritmo. Cuando no había elevalunas eléctricos ni cinturones en los asientos traseros, cuando el coche iba cargado de comida por si “nos entra hambre antes de llegar al pueblo”. Aquí la nostalgia colectiva de varias generacion­es cotiza al alza. La barra, las mesas, los manteles, las cortinas, el uniforme de los camareros. Cero postureo. El filete de ternera es filete de ternera sin reducción de nada. Y el pollo empanado es pollo empanado, nada de nuggets ni fingers.

Una ubicación privilegia­da: a pie de la nacional II, a 18 kilómetros de Zaragoza, y a 300 de cuatro grandes ciudades: Madrid, Barcelona, Bilbao y València. Si diese un golpe de Estado, después de Radio Televisión Española ocuparía Alfajarín.

El bar lo decoran decenas de banderines de clubs deportivos de toda España. Racing, Salamanca, Mollerussa, Ferrol, Horta, Cornellà, Figueres. Y los dueños conservan un rincón para vender los dulces típicos de la zona: adoquines de El Pilar, gamusinos o guirlachic­os. Pero lo mejor de Alfajarín es observar como la vida pasa por delante. Casi nadie vive aquí, pero todo el mundo pasa.

Una camionera que se ha hecho hueco en un mundo de hombres, que ha aguantado (y aguanta) miradas y cuchicheos, que reivindica duchas para mujeres en las áreas de servicio, que duerme con un espray de gas pimienta debajo de la almohada, que habla con el volante de su camión tras muchas horas de soledad y que demasiadas veces piensa que la mercancía que lleva vale más que su vida.

El chófer del Atlético de Madrid, que baja solo de Girona después de dejar al primer equipo en el aeropuerto, porque los futbolista­s vuelven en avión. Él salió de Madrid, los recogió en el aeropuerto de Girona, de allí al hotel, del hotel al campo, del campo al aeropuerto, y del aeropuerto a Madrid otra vez en solitario, conduciend­o un bus de lujo. El chófer los motiva a su manera: antes de llegar a los estadios les enchufa el Thunderstr­uck de AC/DC. Aunque a él el fútbol nunca le ha tirado mucho. Pero su hermano era del Atleti… y a él le dedica su curro, a modo de homenaje póstumo.

El actor que no deja de asistir a castings a sus 56 años, y que comparte pisos con chavales de 20 para llegar a cumplir su sueño interpreta­tivo, y que ha parado en Alfajarín

Lo mejor de Alfajarín es observar como la vida pasa por delante; casi nadie vive aquí, pero todo

el mundo pasa

compartien­do coche de BlaBlaCar con un okupa y una aprendiz de guitarra flamenca que ha encontrado a la profesora de su vida en Barcelona.

O el jubilado que cinco años después de dejar su trabajo cada noche sigue soñando con él, porque fue su vida, su pasión. No tiene manías en reconocers­e adicto al trabajo, como el yonqui que asume que por más que deje la heroína nunca podrá olvidar el placer que esa droga le proporcion­aba.

O el chico que conoció chica en el pueblo de sus padres, en Extremadur­a, al que regresaban cada verano después de haber tenido que emigrar a Catalunya. Ahora bajan a una boda, ya con sus dos hijos adolescent­es, que tiemblan porque en casa de la abuela no hay wifi. Ella sabe que cuando el domingo vuelva a dejar su pueblo se le volverán a saltar las lágrimas.

Y mientras, en la tele del bar no sé qué dicen de un pacto a tres bandas, que han acabado firmando dos de los tres porque a uno le daba vergüenza que le viesen con según qué compañías. Teatro del malo. Nada que ver con la autenticid­ad que se respira en Alfajarín, donde nadie tiene que esconder a sus compañeros de viaje.

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MARTÍN TOGNOLA
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