La virilidad fascista rusa amenaza Europa
ADonald Trump le gusta su pene. Lo dijo en público cuando era candidato a la presidencia de Estados Unidos. Fue, más o menos, cuando supimos que, como hombre poderoso, consideraba que tenía derecho a abusar sexualmente de las mujeres. A los machos alfa como él suele irles muy bien. Son buenos candidatos en las democracias decadentes y buenos líderes en los totalitarismos emergentes.
La sexualidad siempre ha sido una herramienta de la política antidemocrática, un elemento central en la filosofía fascista, de pensadores como el ruso Iván Ilyin, creador de un fascismo cristiano para vencer al bolchevismo. Entre otras cosas, Ilyin creía que las pasiones son nocivas, que Dios se equivocó al liberar el “carácter perverso de lo sensual”. También creía, como nos explica ahora Timothy Snyder en su libro El camino hacia la no libertad, que un Occidente decadente había impuesto el comunismo a una Rusia inocente. Su estrategia, como la de cualquier otro fascista de su época, era utilizar la violencia para doblegar a la ley y la razón. La violencia era justificada contra el enemigo que amenazaba el mito de la nación, de la raza, del pasado puro. El enemigo, por lo tanto, era un elemento esencial de la política fascista. Si no existía, había que inventarlo. Igual que había que inventar las crisis porque eran necesarias para gobernar. Las crisis inventadas dan espectáculo, distraen a la población de los problemas reales, mantienen la incertidumbre, manipulan las emociones, no nos dejan pensar, facilitan enormemente las oligarquías de los ricos.
Ilyin murió exiliado y olvidado en Suiza, en 1954, y allí fue Vladímir Putin a buscarlo en el 2005 para enterrarlo de nuevo y con honores en Rusia. El director de cine Nikita Mijalkov le habría descubierto a Putin los escritos de Ilyin, y Putin los citaba con frecuencia en los discursos anuales ante el Parlamento.
Entonces Putin aún era amigo de Euro- pa y Estados Unidos. Hablaba bien de la UE y en el 2008 asistió a una cumbre de la OTAN. Hasta entonces el enemigo útil había sido Chechenia. El terrorismo checheno había provocado decenas de muertos en Rusia y, aunque nunca se ha sabido quién estuvo de verdad detrás de esta ola de terror, Putin ganó talla de estadista aplastando la pequeña república caucásica. Fue a partir de los fraudes electorales del 2011 y del 2012, cuando tuvo que manipular los resultados para seguir en el poder, cuando Putin tuvo la necesidad de un nuevo enemigo y la Unión Europea era perfecta para este fin. Sin un ejército ni una política exterior común, la UE no era y nunca sería una amenaza real para Rusia. A los rusos que protestaron los triunfos electorales de Putin en el 2011 y el 2012 los calificó de locos y homosexuales, agentes corrompidos por la decadente Unión Europea. Estados Unidos, entonces gobernado por Barack Obama, también era un ejemplo de la decadencia occidental. La propaganda del Kremlin hablaba del “pene negro del Satán americano”. Frente a estos enemigos, Rusia defendía un código moral blanco y cristiano. Frente al triunfo de la homosexualidad en Occidente y el reconocimiento de los derechos de la minoría LGTBI, Putin exhibía la virilidad del macho alfa dejándose fotografiar a caballo, con el torso desnudo. Se hizo amigo de Berlusconi. Pasaban los veranos juntos. Y Trump quiso ser como ellos y estar en las mismas fiestas. Los rusos le habían salvado de la última bancarrota para que fuera su agente, el candidato que, una vez instalado en la Casa Blanca, dinamitaría la República desde dentro, y hasta le habían comprado un concurso de Miss Universo en Moscú. Trump ansiaba que Putin fuera su amigo. Lo decía en público. A Putin, sin embargo, no le cae bien. Tiene más química con Berlusconi y seguro que se divierte mucho más en una bacanal en Cerdeña que jugando a golf en Florida.
Berlusconi, hoy todavía inhabilitado por corrupto, esquivaba entonces los pleitos en su contra con operaciones de cirugía estética y transplantes de pelo. Putin lo defendía. “Si fuera gay, seguro que no se meterían con él”, dijo en una ocasión.
La ansiedad sexual contribuye al espectáculo de la política, alimenta la prensa fácil y fortalece el discurso fascista porque identifica a las personas LGTBI como enemigas.
Marine Le Pen, que recibe dinero del Kremlin, ha dicho que “la homofilia es un elemento de la globalización” y Matteo Salvini, hombre fuerte de Italia y amigo también de Putin, ha declarado que el matrimonio homosexual es anti natural.
La mujer liberada y progresista es otra enemiga a eliminar. Lo fue Hillary Clinton, a la que Trump aún insulta en público, y lo es ahora Alexandria Ocasio-Cortez, diputada latinoamericana de Nueva York, víctima estos días de un típico ataque ruso en las redes sociales, donde los robots de esta derecha radical ha difundido fotos falsas de ella desnuda. Hay unos 150 nuevos legisladores en Estados Unidos que son LGTBI y que sufren acosos similares. A Trump le hace gracia.
Los machos alfa del neofascismo, dirigentes como Putin, Trump, Salvini, Orbán (presidente húngaro), Kaczynski (líder en la sombra de Polonia) y Zeman (presidente checo), trabajan para debilitar a la UE y lo hacen fomentando la discriminación sexual, favorecidos por el silencio de la Iglesia católica, contraria también a la homosexualidad.
A estos enemigos de Europa les asusta la libertad que defiende la UE, el cosmopolitismo inherente a sus políticas, la cohesión de los pueblos, la asunción de que el pasado fue atroz y no debe repetirse.
El fascismo, sin embargo, vive del pasado eterno y nos ataca con la virilidad de un pene blanco y heterosexual. ¿Y saben lo peor de todo? Que a una proporción creciente de nuestra sociedad le gusta.
Los machos alfa como Trump y Putin son buenos candidatos en la política contemporánea