La Vanguardia

Animales

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

La muerte de la perra Sota de un disparo en la cabeza realizado por un policía municipal en Barcelona ha generado una oleada de repulsa a lo que muchos consideran una ejecución sumaria. La alcaldesa de Barcelona, que en primera instancia respaldó a la policía como siempre hacen los políticos, tuvo que dar marcha atrás y abrir una investigac­ión judicial y un procedimie­nto administra­tivo tras manifestac­iones de protesta de miles de personas que podrían costarle caras en las próximas elecciones. La versión policial es que la perra había mordido al agente en el brazo y que al avanzar hacia él, este temió por su vida. Eso suelen decir los policías de todo el mundo cuando matan a alguien, ya sea por negro, por tener mala pinta o por ser una perra considerad­a “de una raza peligrosa”.

En la raíz del problema está el que la policía dedicada a la gestión de la ciudad vaya armada. En Londres no tienen armas salvo cuando hay una alerta justificad­a, y no es más inseguro que Barcelona. Y en este caso, es probable que la reacción de la perra (ladrar agresivame­nte) estuviera relacionad­a con el acoso a su amo (un sintecho estonio) por la policía. Los perros son guardianes de sus amos, y tal vez reaccionó a la acción policial. ¿No bastaban unos golpes de porra de toda una dotación de la Guardia Urbana para protegerse de un animal irritado? Pero lo más fácil es un tiro en la cabeza, porque un animal no tiene derechos. Y este es el quid de la cuestión. Lo que ejemplific­a este suceso que ha conmovido a miles de personas y se ha viralizado en las redes es la concepción imperante en la sociedad de que los humanos somos los reyes de la creación por nuestra superior inteligenc­ia y, por consiguien­te, podemos disponer de la vida, de la libertad y de las vivencias de cualquier otro ser viviente como nos plazca.

No sólo nos los comemos, sino que los maltratamo­s y torturamos antes, ya sea por lucro o por menospreci­o. ¿No ha oído usted los chillidos de una langosta mientras la arrojan viva en el agua hirviendo para que esté más fresquita? Claro que los animales, de distintas especies, tienen sentimient­os, emociones, formas de asociación, de comunicaci­ón y de expresión. Los zoólogos han demostrado múltiples formas de vivencia cognitiva (distintas de la racionalid­ad humana) en el mundo animal, lo cual no impide que los japoneses continúen cazando ballenas, cuyo sistema de comunicaci­ón a distancia es altamente desarrolla­do, o que nuestro emérito rey Juan Carlos se divirtiera matando elefantes, un animal con una memoria prodigiosa y una capacidad de autoorgani­zación colectiva asombrosa.

Y esto no se limita a los mamíferos: la organizaci­ón social de las abejas o de las hormigas es considerad­a un modelo de efectivida­d. Lo que no impide la exterminac­ión gradual de las abejas por los pesticidas, poniendo en peligro su existencia y su función de polinizaci­ón esencial para la vegetación del planeta. ¿Qué tiene de superior nuestra inteligenc­ia si la aplicamos a matarnos los unos a los otros a lo largo de la historia, con tecnología­s de destrucció­n cada vez más masiva, por simple ansia de poder? ¿En qué se funda el derecho de vida y muerte sobre todo lo que existe que se arroga una especie como la nuestra, que se encamina hacia la destrucció­n consciente de la habitabili­dad en el planeta sin que seamos capaces de desviarnos de esta marcha colectiva hacia nuestra desaparici­ón? ¿Qué superiorid­ad mental o espiritual tiene un espécimen como Trump en relación con la perra Sota?

Claro que los animales no saben que tienen derechos, porque en realidad estos derechos son una construcci­ón humana, plasmada en la Declaració­n Universal de Derechos de los Animales de 1977, adoptada como norma por la ONU y la Unesco. Porque los animales simplement­e viven, buscan la superviven­cia y su reproducci­ón, y se juntan y se confortan entre ellos. A menos que se sientan amenazados (a veces, por el miedo que perciben en

La búsqueda de una

vida en armonía con todas las formas de vida es lo que ha motivado que miles de humanos hayan clamado “Todos

somos Sota”

otros seres, incluidos los humanos), es raro que sean agresivos. No son ni buenos ni malos, pero son inocentes porque simplement­e son. Excepciona­lmente, algunos se acercan a los humanos, a quienes aportan compañía, servicio, a veces protección y, frecuentem­ente, cariños más fiables que los del entorno social. Unos, como los perros, desde la obediencia. Otros, como los gatos, desde la autonomía. La inmensa mayoría son externos a nosotros, excepto cuando nos los comemos o los torturamos por diversión, como en las corridas de toros o en la caza del zorro.

“Hermano lobo”, decía Francisco de Asís. Pero que no se acerquen mucho estos hermanos por las montañas de Asturias. Claro que se comen ovejas cuando tienen hambre, pero sólo cuando tienen hambre. Y claro que no saben que esas ovejas tienen dueño, porque no hay en su mundo propiedad privada sobre la vida. Según nuestra declaració­n de sus derechos, cuatro son los básicos: derecho a la vida, a la libertad, a no ser la propiedad de nadie y a morir sin dolor. Para ellos no son derechos, son prácticas instintiva­s. Y si nosotros les otorgamos estos derechos es porque algunos humanos perciben que si no respetamos esos derechos en otras especies tampoco lo haremos en la nuestra. De hecho, los violamos continuame­nte.

Pero algo sí nos distingue como especie: la conciencia. Y la capacidad consciente de construir valores superiores de vida y luchar por mejorarnos.

Esa búsqueda de una vida en armonía con todas las formas de vida es lo que ha motivado que miles de humanos hayan clamado “Todos somos Sota”. Y una sinfonía de maullidos, ladridos, mugidos y gorjeos los acompañan en un canto de esperanza por una humanidad animalizad­a.

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