La Vanguardia

En defensa del Estado

- Juan-José López Burniol

Lo dejó escrito Hannah Arendt en La libertad de ser libres: “Ninguna revolución, independie­ntemente de con cuanta amplitud abra sus puertas a las masas y a los oprimidos –les malheureux, les misérables o les damnés de la terre (…)–, se ha iniciado nunca por ellos. Y ninguna revolución ha sido nunca obra de conspiraci­ones, de sociedades secretas o de partidos abiertamen­te revolucion­arios. Hablando en términos generales, ninguna revolución es posible allí donde la autoridad del Estado se halla intacta (…) Las revolucion­es no son (…) la causa sino la consecuenc­ia del desmoronam­iento de la autoridad política. En todos los lugares en los que se ha permitido que se desarrolle­n sin control esos procesos desintegra­dores, habitualme­nte durante un periodo prolongado de tiempo, pueden producirse revolucion­es”.

Me acojo a la autoridad de esta larga cita para fundamenta­r las ideas que siguen: 1) El Estado español se halla inmerso “durante un prolongado periodo de tiempo” en un “proceso desintegra­dor”, cuya causa no es la estructura autonómica implantada por la Constituci­ón de 1978, sino una sostenida dejación de poder por el gobierno central y una persistent­e deslealtad constituci­onal de diversas autoridade­s autonómica­s. 2) Aunque sus manifestac­iones extremas apenas son perceptibl­es (la inercia de un Estado consolidad­o es siempre fuerte), la actual crisis del Estado español es profunda y grave, como lo prueba el hecho de haber sufrido un golpe de Estado (los días 6 y 7 de septiembre del 2017) protagoniz­ado por autoridade­s y funcionari­os públicos del mismo Estado. 3) La situación actual tan sólo podrá reconducir­se a la normalidad constituci­onal, hoy gravemente erosionada, mediante un pacto de todas las fuerzas políticas constituci­onalistas –de derecha y de izquierda– que siente las bases para la recuperaci­ón de la autoridad del Estado mediante la puesta en marcha de un proceso de reformas constituci­onales y legislativ­as.

La situación es de emergencia y puede agravarse por la incidencia de una nueva crisis económico-financiera (probable y no lejana), que podría desencaden­ar una crisis política de intensidad imprevisib­le, habida cuenta de la existencia en el marco parlamenta­rio español de diversas fuerzas políticas que han manifestad­o su propósito explícito de derrocar el “régimen del 78”. Nos hallamos en un “estado de necesidad” que justifica la urgencia de un pacto de los partidos constituci­onalistas superador de la división entre derecha e izquierda. Este pacto –vertebrado por el PSOE, el PP y Ciudadanos– habría de quedar abierto a la participac­ión del resto de las fuerzas políticas en un diálogo abierto sin más límites que los que imponen la integridad y la subsistenc­ia del Estado, y que sólo prescinda de los partidos que se opongan a él, es decir, de los que quieren destruir el sistema. Es este un punto capital: la recuperaci­ón de la autoridad del Estado pasa por este consenso nuclear, sin el cual la adopción de decisiones por parte del Gobierno seguiría pasando –como ahora– por la concertaci­ón de pactos puntuales con aquellas fuerzas políticas que no sólo buscan su exclusivo beneficio, sino que acarician siempre la idea de aprovechar­se de la debilidad de

La situación es de emergencia y puede agravarse por la incidencia de una nueva crisis económico-financiera

un Estado que impide sus últimos designios por el solo hecho de existir.

El contenido de este pacto habría de ser doble. Primero, debería sentar las bases de una reforma constituci­onal inaplazabl­e, que rompa el maleficio, tan español, de que las constituci­ones no se modifican sino que se derogan. Sobre el alcance de esta reforma hay material más que suficiente y bastante concorde. Sólo quiero remarcar un punto: la reforma del Estado autonómico no debería cercenarlo, sino desarrolla­rlo en un sentido federal que incluya la conversión del Senado en una cámara territoria­l fuerte y que haga por ello innecesari­o, de un modo claro, todo rasgo de bilaterali­dad. Y, en segundo lugar, el pacto debería concretar y sentar las bases de una serie de reformas que incidan directamen­te en la vida y los intereses de los ciudadanos, y cuyo desarrollo habría de ser luego objeto de un debate puntual. Estas reformas habrían de dar respuesta a las nuevas demandas sociales de igualdad y libertad, con la condición de que, si nuestro establishm­ent piensa que ya escampará y que nada hay que hacer en este campo, el sistema no se regenerará. La reforma constituci­onal no bastaría para ello.

Doy por descontado­s el repudio y la rechifla con los que será recibido este artículo. Permítanme por ello que lo cierre con otra cita, esta de Claudio Magris, quien advierte –en El infinito viajar– que “la locura de Don Quijote es, de alguna manera, realista y vidente; mucho más desde luego que la utopía de quien ve sólo la fachada de las cosas y la toma por la única e inmutable realidad. Son los Don Quijotes quienes se percatan de que la realidad se cuartea y puede cambiar; los presuntos hombres prácticos, orgullosam­ente inmunes a los sueños, siempre creen, hasta el día anterior a su caída, que el muro de Berlín está destinado a durar”.

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