La Vanguardia

Premios y sermones

- Arturo San Agustín

Mi fe en los Reyes Magos, concretame­nte en Gaspar, duró muy poco. En mi adolescenc­ia, que duró un poco más, sólo un poco más, creí en los premios literarios. Sobre todo en el Nadal. Un premio que se concedía en mi ciudad, la noche del 6 de enero, era lo más parecido a un regalo del rey Gaspar. Aquellas noches y cenas en el hotel Ritz, las del premio Nadal, estaban protagoniz­adas por numerosos gordos, más o menos literarios, y por mujeres, también más o menos literarias, que sabían llevar los collares de perlas de dos vueltas.

El Nadal siempre me recuerda a José María Sanjuán, que lo ganó en 1967 con su Réquiem por todos nosotros. Experto en quirófanos y olores hospitalar­ios, Sanjuán murió poco después de ganar el premio. Tenía 32 años y había nacido en Barcelona, pero decía sentirse navarro, como su madre. El Nadal también me devuelve la presencia austera y caminante de Miguel Delibes, aquel castellano con gorra que sabía el nombre de todas las cosas porque siempre supo escuchar con interés a los campesinos. Y también me devuelve la barriga gallega, atlántica, de Álvaro Cunqueiro, que entendía de vientos, bosques, aparecidos, mares, sochantres y brujas rubias.

Muchos años después de aquellos cipreses de sombras alargadas, y de hombres que se parecían a Orestes, el Nadal lo ganó mi amigo Sergio Vila-Sanjuán, culto y plural, que vio premiada su novela Estaba en el aire. En la misma aparecen gloriosos ejemplares de la burguesía barcelones­a y un periodista radiofónic­o. Aquella noche, la noche de Sergio, la noche del Nadal, me pareció que volvía a ser literaria. Y lo fue. Pero la noche o cena del Nadal ya era entonces, también, la del premio Josep Pla, que han ganado otros dos amigos míos: Rafel Nadal, niño con patinete y familia numerosa, y Lluís Foix, que entiende de aceites y marinadas. El Josep Pla es un premio con boina y no se merece ningún sermón político-eclesiásti­co pronunciad­o por su ganador. Pero la noche del pasado domingo, en uno de los salones del antiguo hotel Ritz, hoy Palace, hubo sermón melifluo que no figuraba en el menú de la cena. Sermón, siempre el mismo sermón o tortura que, sin pretenderl­o, indignó al alcaldable Manuel Valls.

No seré yo quien le escriba una oda a este hombre, contra el que, sospechosa­mente, todos se atreven a disparar. Ni odas, ni pistolas, ni navajas cabriteras, que son las que se usan para despelleja­r. Nunca le dedicaré una oda a Valls, pero aún soy libre para escribir lo que pienso y no lo que me conviene. En momentos de cerrazón o de puro cinismo siempre se necesita a alguien que se atreva a dar un manotazo en el tablero del ajedrez endogámico. Y eso fue lo que hizo Valls el pasado domingo después de soportar el Sermón de la Montaña que impuso, agradecido, el ganador del premio Josep Pla. Quizá Valls lo utilizó políticame­nte, pero yo celebro su decisión. Porque el poder catalán, pese a sus bravuconad­as con pasamontañ­as y sus variadas subvencion­es, aún no ha logrado taparnos la boca a todos

En momentos de cerrazón se necesita a alguien que dé un manotazo en el tablero del ajedrez endogámico

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