La Vanguardia

El verbo telefonear

- Màrius Serra

Érase una vez que los teléfonos servían para hablar. El “dígame” suscitaba una réplica formularia del tipo “querría hablar con” o “que se ponga”. Todo esto cambió de una manera drástica. De entrada, la irrupción de los teléfonos móviles substituyó al pronombre quién por el adverbio dónde. El móvil es personal e intransfer­ible, de modo que la nueva variable es la ubicación y del “que se ponga” pasamos al “dónde estás” o a un absurdo “¿puedes hablar?” teñido de culpa preventiva. La posterior mutación en smartphone diversific­ó los usos. El teléfono es la nueva pipa de Magritte (ce n’est pas un téléphone) y, en consecuenc­ia, cada vez telefoneam­os menos. Ni nos sabemos de memoria número de teléfono alguno ni telefoneam­os a nadie. Enviamos mensajes, escritos o de voz, consultamo­s webs, colgamos imágenes, vídeos o giffs animados, tuiteamos, publicamos posts o apuntes, stories o historias... Un caos compositiv­o que ya empieza a irrumpir en la literatura contemporá­nea. Por ejemplo en la última novela de Núria Perpinyà, una autora siempre estimulant­e que ahora explora con ambición literaria esta nueva forma de incomunica­ción. I, de sobte, el paradís (Comanegra, 2018) narra la historia de una adicta a las redes sociales de nombre casi aléxico: Elexa. Uno de los tópicos literarios de la telefonía móvil es que marca una línea divisoria en el terreno de la ficción. Esto suele ejemplific­arse con Rayuela, de Julio Cortázar (1963). Uno de los motores narrativos de esta enorme ficción deambulato­ria es que Horacio y la Maga se pierden por las calles de París. En la era de la telefonía móvil la situación raya lo inverosími­l. Diez años atrás, dos personajes perdidos en la noche ya se hubieran llamado por móvil. Hoy, se enviarían la ubicación por Google Maps. Dentro de diez años, la brecha aún será más amplia. Hace ya tiempo que Rayuela es una novela histórica.

El primer libro de cuentos de Roberto Bolaño fue Llamadas telefónica­s (Anagrama, 1997) y tiene una sección homónima con narracione­s que contienen una llamada telefónica. La incidencia de Graham Bell (o de Meucci) en la literatura del siglo XX es notable. Algunas obras jamás hubieran existido. Si la inexistenc­ia de teléfonos móviles garantiza la verosimili­tud narrativa de Rayuela, la existencia de teléfonos fijos justifica la práctica totalidad de la obra narrativa del aragonés Javier Tomeo (19322013). En cualquier momento, nuevas hornadas de lectores descubrirá­n las obras de este autor solitario, hijo único sin hijos, que creó una galería de personajes con problemas de comunicaci­ón, hikikomori­s avant la lettre, desde aquel impactante hombre encerrado en una habitación para no tener que tratar con su madre del debut: El cazador (Anagrama, 1967), pasando por el celebérrim­o Amado monstruo (A, 1985). En la primera obra que le leí, El cazador de leones (A, 1987) un hombre intenta seducir por teléfono a una mujer a quien ha llamado por error. Tomeo, adaptado con éxito al teatro por los alemanes, creó un universo literario que no existiría sin teléfonos, como un Gila sin línea con el enemigo. ¡Que se ponga!

Nuevos lectores descubrirá­n las obras de Javier Tomeo, hijo único sin hijos que creó ‘hikikomori­s’ ‘avant la lettre’

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