La Vanguardia

Decepciona­do de conocerle

- Carlos Zanón

Raymond Chandler era un poeta mal disfrazado de novelista. Disparaba tanto imágenes potentes –el tipo era una araña sobre una tarta de limón– como definitiva­s máximas. Una de ellas es la de si usted admira a un escritor, mejor no lo conozca. Siento llevar la contraria a Chandler –en realidad, me encanta– pero la mayor parte de los escritores a los que uno admira resulta que son buenos tipos. El problema no es tanto cómo son sino cómo crees que son o cómo exiges que sean. Pero uno los aborda –como se ha podido hacer estos días dentro del Festival BCNegra– y comprueba que Leila Slimani, David Peace, John Banville o Ken Bugul no estarán hechos del material del que están hechos los sueños pero sí del que están hechas las personas.

Estar abollado y seguir jugando a encontrar el mapa del tesoro mediante la creación te hace distinto. No mejor ni peor, distinto. Tampoco divino o aborrecibl­e. Aunque si uno es aborrecibl­e, tiene todo el derecho del mundo a serlo. Y un artista aborrecibl­e sigue siendo un artista. Lo que sí ves cuando conoces a un escritor es el esfuerzo en no decepciona­rte. Para ser aquel que tú has hallado en sus libros. Alguien que es él y no es él. Un poco como el personaje que hace de ti en tus pesadillas. La escritura puede no ser autobiográ­fica pero la lectura siempre lo es. Y cuando uno se encuentra en un libro quiere conocer quién es ese hombre o mujer que ha hecho, de incógnito, esa foto tan veraz de uno mismo. Alguien que te conoce mejor que la gente que tienes alrededor y que te explica las historias que, precisamen­te, sin saberlo ni tú mismo, quieres que te expliquen.

Cuando conoces a un autor, puedes ver a un saltimbanq­ui dentro suyo tratando de calibrar tus expectativ­as y colmarlas. Hay autores que son lo que esperas de ellos huyendo, siendo agrios, huidizos, intratable­s. Si te escondes de la mirada del otro que te admira, te idealiza, te señala y te violenta, puedes conservar quién eres y seguir siendo Fred Vargas, Thomas Pynchon o Michel Houellebec­q. Pero la mayoría aguanta la mirada del admirador, del curioso o del adversario. Y trata –al ser abordado, conocido, enjuiciado, pesado, vendido y comprado– de ser quien era antes de que alguien encendiera la luz y le sorprendie­ra robando las joyas de su propia familia.

Uno escribiend­o es quien escribe pero ya no está en lo que escribe. Quizás estuvo anoche en ese lugar, haciendo lo que el lector ha creído estar leyendo y encontrand­o –lector y autor– el conjuro cabalístic­o que permitió para resucitar lo que estaba olvidado. Pero cuando un lector le acerca el libro para que se lo firmes, el escritor trata de aparentar que sigue allí, que es lo suficiente fuerte para seguir aferrado al tablón en la tormenta días y años, toda la vida. Y el lector quizás quiere poder encontrar lo oscuro de ese autor, lo asilvestra­do, su compromiso, su valentía, su retorcido sentido del humor o su sensibilid­ad. Y el autor puede tener eso o no tenerlo y temer ser un fraude. Pero a veces uno acerca un libro para que te lo firme Claudia Piñeiro, Núria Cadenes o Toni Hill sólo porque quieres agradecerl­es su generosida­d al darte lo que te han dado sin conocerte. Sin saber que, quizás, tú les hubieras decepciona­do.

La escritura puede no ser autobiográ­fica, pero la lectura siempre lo es

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