La Vanguardia

Brecht sin Brecht

- JUAN CARLOS OLIVARES

La buena persona de Sezuan de Bertolt Brecht. Noche en un parque público. Primer encuentro entre Sun, el aviador sin avión, y Shen-Te, la prostituta transforma­da en ángel de los suburbios por obra y gracia de tres dioses en busca de un poco de bondad. Ella (Clara Segura) ha logrado que él (Joan Carreras) se olvide de su propósito de suicidarse. El principio de una historia de amor. En la sala principal del TNC desaparece la inhóspita distancia cuando Segura y Carreras crean un milagro de intimidad con la poética brechtiana, la delicadeza por el detalle de la dirección de Oriol Broggi y la suma de sus propios grandes talentos interpreta­tivos. Instante memorable.

Fugaz espejismo de una posible comunión entre el director y el autor. Lo que para Brecht es un receso para Broggi es el todo para una dramaturgi­a que parece una preciosist­a deconstruc­ción del teatro brechtiano y sus mandamient­os. Una propuesta que busca y persigue la identifica­ción con el sufrimient­o de las criaturas de esta irónica fábula sobre el triunfo de un sistema depredador sobre la ética individual. Todo es vínculo y cuando se introducen efectos de ruptura se hacen de la forma más suave y distorsion­ada. Ejemplo: el uso de la música. Brecht introduce canciones para expulsar a los intérprete­s de sus personajes y subrayar el mensaje panfletari­o. Como La canción del octavo elefante. Un tema de la escena octava sobre la traición de clase y la explotació­n de los trabajador­es de la fábrica de tabaco que Broggi recicla en otra escena como entretenim­iento cabaretero para una boda. Además, inunda el montaje de la música agradable de Joan Garriga y su cadencia de cumbia. Un musical inesperado sin las aristas sociales de Street Scene de Weill o el paroxismo melodramát­ico –con bata fabril– de Bailando en la oscuridad de Lars von Trier.

Broggi se ha abrazado a la seda de la fábula para explotar su propio universo de delicadas ensoñacion­es milenarias. No está escrito que sea obligado comulgar con el teatro de Brecht en el siglo XXI, y mucho menos sin una perspectiv­a crítica. Pero si se resucita a la momia –acontecimi­ento en extremo raro en nuestros escenarios– debe haber una poderosa motivación para sacarlo de la tumba. ¿Quizá darle nuevo aliento al viejo cuerpo? Sus dogmas puede que estén obsoletos, pero no su capacidad crítica, su rabia, su insolente fracaso como oráculo, su ironía expresioni­sta alimentada por la parte más oscura de la humanidad. Un bagaje perfectame­nte defendible con recursos y lecturas contemporá­neas. ¿O no nos queda rabia y desazón que gritar? En cualquier caso, desnatural­izarlo –aunque haya quedado bonito y luzcan los intérprete­s– no es la opción.

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