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El Partido Popular sube el tono de sus críticas hacia Pedro Sánchez, y el intento de los equipos negociador­es del Brexit de dar con una solución de compromiso para el intrincado problema de la frontera entre las dos Irlandas, principal piedra en el camino del pacto.

TODO líder político es libre de diseñar e implementa­r la estrategia que estime más oportuna para alcanzar el poder. Pero nunca puede olvidar que, además de libre, es responsabl­e de las consecuenc­ias que dichas estrategia­s puedan tener, tanto para sus ambiciones particular­es como para la convivenci­a y la salud democrátic­a de una sociedad. Ningún líder puede permitirse olvidar esto ni siquiera cuando, llevado por su análisis de la coyuntura, cree llegado el momento de subir la apuesta y forzar la voz.

Pablo Casado, líder del Partido Popular, estaría ahora en esa tesitura. A la hora de mitinear o hacer declaracio­nes nunca ha sido tibio. Pero la temperatur­a de su verbo ha ganado varios grados. Sobre todo, después de que el PSOE aceptara la figura del relator en la mesa de partidos catalanes. Poco le importa que su mentor Aznar designara al obispo Uriarte para mediar con ETA a finales de los noventa. En las últimas horas ha dedicado a Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, una larga ristra de calificati­vos, ninguno amable: traidor, felón, calamidad, incompeten­te, mediocre, mentiroso compulsivo, ilegítimo, okupa, etcétera. No sólo eso: también ha competido con Ciudadanos –y ganado– en la carrera para registrar la convocator­ia, este fin de semana, de una manifestac­ión en Madrid bajo el lema “Por una España unida. ¡Elecciones ya!”. Un lema por cierto caprichoso, puesto que asimilar la unidad de España con la urgencia electoral lo es: el PSOE también defiende esa unidad, pero en absoluto quiere ahora comicios.

No sólo son los calificati­vos o las asociacion­es de ideas discutible­s las que atestiguan la presente exaltación de Casado. Ayer aunó la derogación de la ley del aborto con el futuro pago de las pensiones. Y tuvo además el cuajo para afirmar que “la agenda que vamos viendo en Catalunya es la de ETA”. Grave error de apreciació­n.

Como apuntábamo­s, todo líder político es libre de definir sus estrategia­s, pero debe ser consciente de las consecuenc­ias que tendrán. Y pechar con ellas. En particular, cuando su escasa mesura incomoda a quienes son partidario­s de un análisis más equilibrad­o de la realidad. Hoy imperan el populismo y la crispación, pero queremos seguir creyendo que la sal gruesa no procede.

Pablo Casado tiene responsabi­lidades como líder de su partido. Por número de escaños en el Congreso, y mientras no se demuestre lo contrario, las tiene además como faro de una derecha española que parece deseosa de repetir en futuras elecciones la experienci­a de las autonómica­s andaluzas, en las que el PP llegó al poder tras firmar acuerdos con Ciudadanos y los ultraderec­histas de Vox. Casado aparenta creer que afianzará este liderazgo asumiendo parte del discurso de Vox. Sólo el tiempo dirá si acierta o si favorecerá el resultado de los ultraderec­histas: el votante suele preferir el original a las imitacione­s. El líder del PP haría bien en recordar que su agresivida­d incomoda ya a los sectores conservado­res ajenos al exabrupto y los extremos. Por más que Casado diga que el PP es conservado­r liberal y de centrodere­cha, sus palabras y tomas de posición lo arrastran hacia el confín del arco político. Quizás ya no todos los votantes conservado­res lo secunden. Desde luego, no lo secundan los de Catalunya, donde el PP está en mínimos históricos, y donde la incontinen­cia de su líder ofende ya por igual a los independen­tistas y no independen­tistas que prefieren otro tipo de política: una política en la que la verdad, el tono, la forma y la ecuanimida­d cuentan. Porque en política no todo vale.

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