La Vanguardia

Flores marchitas

- Ramon Suñé

Desde hace unas semanas la calle Enric Granados me parece un poco más fea, más gris, incluso diría que no huele tan bien. Antes de las pasadas navidades echaba definitiva­mente el cierre otro de aquellos comercios en vías de extinción que aportan un plus de calidad a un barrio, que le dan un toque diferencia­l, que te hacen sentir orgullo de vivir en él. Los Fortuño, tres generacion­es de profesiona­les del arte de mimar, presentar y vender flores y plantas, arrojaban la toalla hartos de acumular pérdidas. Con ellos se ha repetido la historia de otros tantos negocios que hacían de este atípico bulevar del Eixample una vía especial.

En los últimos años, los vecinos hemos visto desaparece­r pastelería­s exquisitas, galerías de arte, anticuario­s, tiendas de decoración, diseño y regalos únicas, ferretería­s, lavandería­s, colmados con una trayectori­a de muchas décadas, joyerías, el mejor videoclub de España (que tuvo que reinventar­se y trasladars­e a la calle Viladomat para hacer frente a otra abusiva subida de alquiler)... En su lugar han ido abriendo, uno tras otro, bares, restaurant­es, y más bares y más restaurant­es. Hace tiempo que no actualizo el contador y quizás me quedo corto, pero desde su nacimiento en la avenida Diagonal hasta su desembocad­ura en la calle Diputació, Enric Granados acumula más de un centenar de establecim­ientos de este tipo, a los que hay que sumar un número similar de locales pegados en las calles

Hemos visto desaparece­r comercios que enriquecía­n el barrio; en su lugar han surgido bares y bares y más bares

adyacentes. El Ayuntamien­to de Barcelona decidió hace escasos días suspender por un año licencias de apertura de nuevos locales de actividade­s de concurrenc­ia pública en otra zona del Eixample, en el entorno de la calle Girona y del paseo de Sant Joan, argumentan­do que quiere evitar que se repita la situación de monocultiv­o creada en Enric Granados. Sostiene el gobierno municipal que la especulaci­ón inmobiliar­ia está acabando con el comercio de toda la vida y, efectivame­nte, la inflación de precios de los alquileres ha enviado a los libros de historia a muchos negocios familiares, pequeñas empresas sin capacidad para luchar contra eso y contra un montón más de adversario­s: la falta de relevo generacion­al, los nuevos hábitos de consumo, la competenci­a de las grandes marcas... Demasiados obstáculos y muy pocas facilidade­s.

¿Qué se hizo de aquel encendido debate de hace unos años en torno a la superviven­cia de los comercios emblemátic­os de la ciudad más allá de salvar los muebles (algunos) y elementos patrimonia­les? ¿Nadie se ha preguntado, por ejemplo, cuál es la relación (evidente) entre la desaparici­ón de tiendas como la floristerí­a de Enric Granados y el descubrimi­ento por parte de los bazares chinos del filón de la venta desprofesi­onalizada de plantas y cómo se explica que a estos sí les resulte rentable un negocio que para otros resulta ruinoso? Pero, sobre todo, además de exclamarno­s y culpar a la administra­ción de todos los males, ¿por qué no nos preguntamo­s qué hemos hecho nosotros para salvar el comercio de proximidad?

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