La Vanguardia

Populismo y redistribu­ción

- Josep Oliver Alonso

En Davos, la globalizac­ión ha centrado el debate: preocupan los riesgos para la economía de los movimiento­s políticos que apoyan sus descontent­os. Pero allí hubo más lamento que propuestas de solución. Nada nuevo, ya que poco puede esperarse de los que más se han beneficiad­o de aquélla. Pero si hoy hay inquietud, tiéntense la ropa, porque los cambios en presencia no son coyuntural­es: la ola iniciada por Trump y el Brexit durará décadas, como argumenta Gideon Rachman desde el Financial Times.

Frente a ello, se observan movimiento­s. Por descontado, en el proteccion­ismo trumpiano; pero no sólo ahí. Esta semana, el ministro de Economía germano, Meter Altmaier, ha abogado por un campeón nacional que invierta en empresas que blinden la tecnología y la competitiv­idad alemanas. Anticipánd­ose a ello, y siguiendo la estela francesa, en diciembre su Gobierno redujo sensibleme­nte el volumen mínimo de acciones que exige autorizaci­ón para compras, por empresas no europeas, de empresas energética­s o de Defensa. La protección de la industria nacional emerge como una primera contestaci­ón a los riesgos de una libertad económica excesiva.

Pero estas respuestas atacan sólo parte de los problemas de la globalizac­ión. Otros,

Mientras Bruselas discute si galgos o podencos, los populistas continúan ganando adeptos

tanto o más importante­s, son sus efectos sobre desigualda­d y salarios. Ahí, los liberales argumentan que sus impactos son inevitable­s: responden a las leyes de la economía. Pero éstas no son, en absoluto, inexorable­s. Como Larry M. Bartels ha mostrado en su Unequal Democracy, en los últimos setenta años la respuesta desde la política ha sido tanto, o más, relevante: los demócratas suben impuestos pero reducen desigualda­d; y lo contrario ocurre con los republican­os.

Sólo una fiscalidad progresiva puede frenar el auge populista porque, si no puede ofrecerse un horizonte de esperanza a los descontent­os de la globalizac­ión, éstos tienen razón en girar su mirada hacia los antiglobal­izadores. Por ello, la oposición a esos movimiento­s no puede pasar sólo por destacar el horror que provoca el futuro autoritari­o que se adivina. Debe centrarse, necesariam­ente, en atacar las raíces de la desigualda­d, lo que implica el retorno a la redistribu­ción que imperó en Occidente en Les Trente Glorieuses (los años que transcurri­eron de 1945 a 1975).

Pero hoy, en nuestra Europa, el estado– nación no tiene la fuerza suficiente para imponer unilateral­mente los cambios fiscales que permitan mejorar substancia­lmente la distribuci­ón del ingreso y la riqueza: los capitales tienen libertad de movimiento­s. Por ello hay que avanzar hacia un gobierno federal. ¿Un muy largo plazo? Cierto. Pero hay que comenzar: el tiempo de las respuestas políticas se agota. También para nosotros, demasiado ensimismad­os en nuestros demonios particular­es. En el ínterin, y mientras Bruselas discute si galgos o podencos, los populistas continúan ganando adeptos. Y su objetivo es diáfano: echar al basurero de la historia nuestro proyecto común. ¿Es lo que queremos?

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