Populismo y redistribución
En Davos, la globalización ha centrado el debate: preocupan los riesgos para la economía de los movimientos políticos que apoyan sus descontentos. Pero allí hubo más lamento que propuestas de solución. Nada nuevo, ya que poco puede esperarse de los que más se han beneficiado de aquélla. Pero si hoy hay inquietud, tiéntense la ropa, porque los cambios en presencia no son coyunturales: la ola iniciada por Trump y el Brexit durará décadas, como argumenta Gideon Rachman desde el Financial Times.
Frente a ello, se observan movimientos. Por descontado, en el proteccionismo trumpiano; pero no sólo ahí. Esta semana, el ministro de Economía germano, Meter Altmaier, ha abogado por un campeón nacional que invierta en empresas que blinden la tecnología y la competitividad alemanas. Anticipándose a ello, y siguiendo la estela francesa, en diciembre su Gobierno redujo sensiblemente el volumen mínimo de acciones que exige autorización para compras, por empresas no europeas, de empresas energéticas o de Defensa. La protección de la industria nacional emerge como una primera contestación a los riesgos de una libertad económica excesiva.
Pero estas respuestas atacan sólo parte de los problemas de la globalización. Otros,
Mientras Bruselas discute si galgos o podencos, los populistas continúan ganando adeptos
tanto o más importantes, son sus efectos sobre desigualdad y salarios. Ahí, los liberales argumentan que sus impactos son inevitables: responden a las leyes de la economía. Pero éstas no son, en absoluto, inexorables. Como Larry M. Bartels ha mostrado en su Unequal Democracy, en los últimos setenta años la respuesta desde la política ha sido tanto, o más, relevante: los demócratas suben impuestos pero reducen desigualdad; y lo contrario ocurre con los republicanos.
Sólo una fiscalidad progresiva puede frenar el auge populista porque, si no puede ofrecerse un horizonte de esperanza a los descontentos de la globalización, éstos tienen razón en girar su mirada hacia los antiglobalizadores. Por ello, la oposición a esos movimientos no puede pasar sólo por destacar el horror que provoca el futuro autoritario que se adivina. Debe centrarse, necesariamente, en atacar las raíces de la desigualdad, lo que implica el retorno a la redistribución que imperó en Occidente en Les Trente Glorieuses (los años que transcurrieron de 1945 a 1975).
Pero hoy, en nuestra Europa, el estado– nación no tiene la fuerza suficiente para imponer unilateralmente los cambios fiscales que permitan mejorar substancialmente la distribución del ingreso y la riqueza: los capitales tienen libertad de movimientos. Por ello hay que avanzar hacia un gobierno federal. ¿Un muy largo plazo? Cierto. Pero hay que comenzar: el tiempo de las respuestas políticas se agota. También para nosotros, demasiado ensimismados en nuestros demonios particulares. En el ínterin, y mientras Bruselas discute si galgos o podencos, los populistas continúan ganando adeptos. Y su objetivo es diáfano: echar al basurero de la historia nuestro proyecto común. ¿Es lo que queremos?