La Vanguardia

Jennifer Egan

“Viajo al origen del poder mundial de EE.UU. que es muy reciente”, dice la autora

- Nueva York Enviado especial

ESCRITORA

Con la novela Manhattan Beach, que acaba de publicarse en España, la premio Pulitzer nos traslada al Nueva York de la Segunda Guerra Mundial, cuando EE.UU. conquistó el mundo y las mujeres adoptaron cometidos antes sólo masculinos.

La primera mujer buzo del ejército de Estados Unidos. La frenética actividad de los astilleros de Brooklyn construyen­do buques de guerra para combatir en Europa y Japón. Una familia (con minusválid­a) abandonada de repente por el padre. Aventuras en lejanos mares orientales, con motines y todo. Torpedos que hunden barcos y náufragos a la deriva. Turbios sindicalis­tas con puro ejerciendo de cabecillas mafiosos. Nightclubs con mucho humo, glamour y pobladas orquestas de baile. Amor, épica, acción, ambientaci­ones intensas, giros argumental­es y, sobre todo, una sutil verdad, compleja y efervescen­te, sobre todos nosotros es lo que ha convertido a Manhattan Beach (Salamandra/ Edicions de 1984), la nueva novela de Jennifer Egan (Chicago, 1962) en un fenómeno internacio­nal y en el libro más solicitado durante el 2018 en las biblioteca­s públicas de su país, superando a Dan Brown y a El cuento de la criada de Margaret Atwood. Egan recibe a este diario en su casa de Brooklyn, en Nueva York, en un día lluvioso.

“Tenía solo el lugar y la época, el Nueva York de la II Guerra Mundial. Nunca pienso en los personajes antes de escribir. La gente tenía miedo a que los invadieran o bombardear­an, apareciero­n alemanes muertos en Long Island, Lucky Luciano trabajó como espía...”. Lo más llamativo que vio en las fotos de época “era el agua, los neoyorquin­os no nos damos cuenta hoy de que vivimos en el mar pero entonces era una ciudad portuaria, todo se focalizaba en los muelles”.

Para documentar­se, se puso un traje de buzo con escafandra y todo: “Fue una tortura, los de aquella época te dejaban herido el cuello, yo me moría de calor y claustrofo­bia y enseguida grité para salir de allí dentro”. La forma coral de la novela procede “de mi compromiso con un proyecto de historia oral, en el que hemos recopilado cientos de historias de gente, sobre todo mujeres, que trabajaron en la industria de guerra”, focalizada en Brooklyn, donde Egan vive desde el 2000, cerca de las antiguas atarazanas.

La prosa se nutre de “pequeños detalles cotidianos, lo que hace que una atmósfera permanezca en la memoria. Una mujer me contó cómo la piropeaban los marineros en los muelles mientras iba en bicicleta, esas cosas, cómo se enamoraban, dónde iban a bailar...”

La guerra es un monstruo invisible, el motor de la acción, pero no se la ve directamen­te, como si los personajes supieran de ella desde su caverna platónica. “Estaba más interesada en el impacto en la gente y en el país. Tras el 11-S, nos preguntába­mos: ¿qué va a pasar con el poder global de EE.UU? Pero ese superpoder no es consistent­e, antes no lo teníamos, es muy reciente, viene de la II Guerra Mundial. Busqué la génesis”.

Hay tres protagonis­tas, pero la heroína es Anna Kerrigan, “una trabajador­a joven, fuerte, que rompe las estrictas reglas que regían el comportami­ento de las mujeres. Gracias a la guerra, tuvieron la oportunida­d de ejercer funciones exclusivas de los hombres”. Los hechos suceden en el seno de la comunidad irlandesa, en un paisaje humano alcoholiza­do, con mucha gente a caballo entre lo legal e ilegal y corrupcion­es de todo tipo. “El padre de Anna es una figura torturada, que, al perder su empleo en la bolsa, se mete a recadero de la mafia”.

“La guerra fue buena para la vida nocturna –aclara–, mucha gente vino a Nueva York, la economía creció muchísimo, los países europeos nos compraban de todo. La ciudad fue el centro de toda esa actividad industrial, que luego perdió para convertirs­e en otra cosa”.

Entre el policiaco y la novela de aventuras marítimas –“dos géneros muy parecidos aunque no lo crea”–, Egan sabe por dónde se mueve, pues “mi abuelo fue policía, guardaespa­ldas de Truman, y tengo otros familiares sheriff o abogados criminalis­tas, yo misma consideré en serio la opción de hacerme policía. Y ya no hablemos de mi lado irlandés, plagado de familiares alcohólico­s e historias ambiguas”. Aquí, desde luego, la frontera con el lado oscuro no está clara y los mafiosos tienen sus principios, como no hacer trampas en las cartas o matar solo al que les interrumpa el fin de semana. “No pienso en términos de ética sino en los modos que tiene la gente de construir su realidad. Como escritora, no juzgo”.

Egan tenía fama de narradora experiment­al con obras como Ciudad

Esmeralda (1993), La torre del homenaje (2006, premio Pulitzer) o El

tiempo es un canalla (2010). Ahora, con Manhattan Beach, se ha vuelto clásica. “Quise ser más experiment­al: jugar con planos temporales, la ironía, interpelar al lector, el flujo de conciencia... pero me salía un churro. Esta historia pedía una estructura antigua, pasada de moda”.

Hay elementos recurrente­s en sus libros, como el hombre que se va y deja colgada a la familia, aunque aquí lo que más le ha divertido son “las escenas de violencia salvaje, ¡he disfrutado como una enana! Es de las cosas más estimulant­es como escritor, esa sensación física, narrar cómo se destrozan los cuerpos, cómo estalla un torpedo o el canibalism­o, que era normal en aquellas situacione­s de superviven­cia”.

Egan –quien admite haber hecho de negra literaria de la condesa de Romanones, de quien fue secretaria– sufrió, mientras escribía este libro, el suicidio de su hermano, víctima de un brote esquizofré­nico. “Siempre creí que las voces que él escuchaba en su mente no eran tan distintas de las de mis personajes”.

“Mi abuelo fue policía, guardaespa­ldas de Truman, y viví ese lado irlandés alcohólico”

“Yo era experiment­al pero esta historia pedía una estructura pasada de moda”

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ALLAN GRANT / GETTY
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JAVIER DE PASAMONTE Barcos bélicos. El portaavion­es USS Enterprise entra en el puerto de Nueva York en 1945, escenario y época de la obra de Egan Brooklynes­a. La escritora Jennifer Egan, en su casa de Brooklyn (Nueva York), durante la entrevista con este diario
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