La Vanguardia

Cuatro días de febrero

- Fernando Ónega

Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible”. Eso decía un famoso torero y, como no podía ser, no resultó posible. “No estaba de Dios”, que decimos los de pueblo. Alguna vez hemos escrito aquí una solemne simpleza: no puede haber entendimie­nto entre quien tiene la obligación moral y legal de defender la unidad de España y quien considera irrenuncia­ble la autodeterm­inación para salirse de España. Y eso es exactament­e lo que pasó: todo funcionó mientras se estuvo en el capítulo de los deseos y las buenas intencione­s, ingenuas o no. Todo saltó por los aires cuando hubo que hablar del relator, que en los puntos de Torra figura como mediador internacio­nal. Y todo se desmoronó al poner en un papel que a la mesa de partidos se le encomienda “hacer propuestas sobre el futuro de las relaciones institucio­nales entre el Gobierno central y la Generalita­t”. Eso no es la autodeterm­inación.

Lo misterioso es por qué todo se produjo con tanta rapidez. El jueves por la mañana Pere Aragonès tenía clara su hoja de ruta: mesa de partidos y acuerdo para elevar a las institucio­nes para las reformas legales. Sólo por la tarde Carles Campuzano dijo que las cosas estaban peor, pero nadie le creyó porque pensamos que formaba parte de la técnica negociador­a. Y al día siguiente, ayer, la ruptura: el Gobierno central no está dispuesto a permitir un referéndum de autodeterm­inación. Rajoy lo podía decir mejor, pero no más claro.

Así terminaron las ensoñacion­es de Sánchez de ser el pacificado­r. Como había anunciado Borrell, hubo que poner fin a la política del ibuprofeno. No sabemos si hubo una Merkel o un Obama que llamaron a la Moncloa a avisar del abismo, igual que llamaron a Zapatero en una noche dramática del 2009. Quizá hubo alguna Merkel y algún Obama español. Lo que sí podemos suponer es que lo ocurrido en cuatro días, entre el martes y el viernes, hizo temblar al presidente. Un detalle quizá menor, el del mediador o relator, agitó al nacionalis­mo español como no se había agitado desde la muerte de Franco. El grito de traidor surtió en Sánchez los mismos efectos que en Puigdemont cuando lo oyó en la plaza de Sant Jaume. El PSOE amenazaba grietas, con un González que por primera vez criticaba a un gobierno socialista. Los sismógrafo­s detectaron un movimiento telúrico que amenazó con derribar lo escrito en el Manual de resistenci­a. Y empezó a ser previsible que la manifestac­ión de mañana en Madrid sea el comienzo de una rebelión popular.

Ahora todo vuelve al punto de partida. Hubo que abortar una posibilida­d de diálogo y temo que por mucho tiempo. Y el campo de batalla deja demasiados heridos en el bando nacional: Sánchez, que no demostró solidez de proyecto ni de criterio; Calvo, que quizá no sea la culpable, pero sí la cara visible; Casado, que se pasó de decibelios para un proyecto de integració­n; Rivera, que se incrustó más en el bloque radical conservado­r; las institucio­nes, que fueron burladas en sus competenci­as. Y ahora, por delante, los presupuest­os, el juicio, quizá la soledad del Gobierno y la profecía del torero: lo que no puede ser, no puede ser.

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FREDERICK FLORIN / AFP Pedro Sánchez
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