La Vanguardia

Manual de instruccio­nes de una bandera

- Jordi Évole

Ala vuelta de Venezuela me llamaron de varios medios para conocer los detalles del encuentro con Maduro. Entre los cuestionar­ios se colaban preguntas sobre la situación venezolana, que buscaban entrar más en el terreno de la opinión que en el del relato de los hechos. Me vi contestand­o preguntas de las que poca idea podía tener después de cuatro días por Caracas, porque les aseguro que cuatro días en un sitio no te convierten en experto de nada. En varias de ellas, en vez de responder “pues oiga, no tengo ni idea”, me embarqué en disertacio­nes llenas de lugares comunes que no conducían a ninguna parte.

En el periodismo hace años que opinamos por encima de nuestras posibilida­des. No deja de ser una paradoja que critique el exceso de opinión desde una columna de opinión. Debería presentar mi dimisión como columnista ahora mismo. Es como si me declarase vegano mientras me como tres hamburgues­as del Àrea de Guissona.

Pero opinar parece que mola. La proliferac­ión de tertulias, cada vez más largas y numerosas, hace que muchos compañeros del gremio sean más conocidos por sus opiniones que por sus informacio­nes. El género es atractivo (y bajo en costes), y tanto televisiva como radiofónic­amente funciona. Yo mismo soy un consumidor asiduo de tertulias. Y también les digo que si tuviese que hacer un programa de tres o cuatro horas recurriría al género para llenar minutos. (Mal favor le hacemos al oficio, cuando a la creación de contenidos la llamamos “llenar minutos”).

Estos días he escuchado a tertuliano­s haciendo espectacul­ares análisis sobre el significad­o del término relator. Por cierto, en una emisora uruguaya me preguntaro­n sobre la polémica, y no fui capaz de explicárse­la. El martes, cuando se anunció lo del relator, pensé: “No sé si es la mejor idea”. Pero cuando al día siguiente vi la reacción de la derecha pensé: “Pues igual han acertado los estrategas de la Moncloa”. Estoy en ese momento en el que puedo pensar una cosa y la contraria con muy pocas horas de diferencia. Casi casi como el Gobierno español. Un día piensas que Maduro no debería estar ni un día más en el cargo, pero al día siguiente sale Trump amenazando con una intervenci­ón, y cambias de opinión. Un día piensas que Pedro Sánchez debería convocar elecciones mañana, pero cuando ves las formas con las que la oposición se lo exige, cambias de opinión. Un día piensas que Malcom no es jugador para el Barça, pero cuando le empata al Madrid... Bueno, no, ahí no cambias de opinión.

Mañana una manifestac­ión va a volver a tener como protagonis­ta a las banderas. Se pueden imaginar que como catalán puedo hacerles un máster sobre su uso político. Vivimos en un país de agitadores... de banderas. Si tuviesen manual de instruccio­nes, en vez de “Agitar antes de usar” debería poner

“Agitar y usar”, que es lo que hacen muchos de nuestros dirigentes con los símbolos teóricamen­te de todos.

Creo que este fin de semana hablaremos poco de Venezuela. Hace dos días nos iba la vida por el país latinoamer­icano, pero como ahora aquí ya tenemos filete informativ­o autóctono, ¿para qué vamos a mirar hacia ese lugar que hasta hace diez minutos nos preocupaba tanto? La hipocresía política y mediática me da repelús. Hemos convertido la política y el periodismo en un fast food de polémicas. Lo mejor es que si te ves en medio de una de ellas, no debes preocupart­e: en 24 horas ya habrá otra polémica que hará olvidar la tuya. Hasta hace poco polemizába­mos sobre si el proceso independen­tista había despertado a la ultraderec­ha. No lo sé, pero es probable que la pasada de frenada del independen­tismo en octubre del 2017 haya tenido algo que ver con el alzamiento de Vox. Pero de las pasadas de frenada nadie está libre. ¿Quién será el beneficiad­o de la pasada de frenada patriotera que está a punto de protagoniz­ar la derecha española? No lo sé, pero me da la sensación de que para la Moncloa podría ser un balón de oxígeno.

La hipocresía política y mediática me da repelús;

hemos convertido la política y el periodismo en un ‘fast food’ de polémicas

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MARTÍN TOGNOLA
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