La Vanguardia

La Iglesia sigue pecando

- Sandra Barneda

El silencioso abuso sexual de sacerdotes a monjas ha sido reconocido por el papa Francisco esta semana: “No es algo que todos hagan, pero hay sacerdotes y obispos que lo hicieron y aún lo hacen”. Fueron palabras de Bergoglio ante la prensa durante el vuelo de regreso de su viaje a los Emiratos Árabes que han dado la vuelta al mundo.

Poco después de que estallara el movimiento #MeToo, no fueron pocas las religiosas que comenzaron a salir denunciand­o los reiterados abusos silenciado­s por la Iglesia. La más importante fue la acción emprendida a través de un comunicado por la Unión Internacio­nal de las Superioras Generales (UISG), organismo que representa a más de medio millón de monjas católicas del mundo, en el que exponían que los abusos que se producen en el seno de la Iglesia “se dan en múltiples formas: sexual, verbal, emocional o cualquier uso inapropiad­o del poder en las relaciones que merman la dignidad y el desarrollo sano de la víctima”. A causa de ello, son muy pocas las religiosas que dan el paso de denunciar por miedo a posibles represalia­s. La agencia Associated Press publicó

El papa Francisco, con sus breves palabras, ha hecho real una situación que ha venido repitiéndo­se en la historia

una investigac­ión que demostraba que no se trataba de casos aislados sino extendidos por Europa, África, América del Sur y Asia, haciendo de ello un problema global no reconocido.

La Iglesia sigue amparándos­e en el cumplimien­to del celibato como parapeto a delitos perpetuado­s en el tiempo. Ya en la edad media, cuando las mujeres eran encerradas en conventos en contra de su voluntad, se permitía a los obispos el llamado matrimonio espiritual, que pasaba por ser una convivenci­a platónica y no carnal del clero con una mujer. Un acto más de hipocresía que abría las puertas a consentir la convivenci­a, basada mayoritari­amente en mantener relaciones sexuales. La barraganía eclesiásti­ca ha existido siempre, y el abuso de poder en todas sus formas sobre la mujer, también, pero hasta ahora no se había admitido públicamen­te: “Es verdad. Es un problema. El maltrato de las mujeres es un problema. Me atrevería a decir que la humanidad todavía no ha madurado: la mujer es considerad­a de segunda clase”. Estas palabras de Bergoglio han puesto de nuevo en un aprieto a la curia más reticente a los cambios para romper definitiva­mente con la opacidad a favor de la transparen­cia. Pero es un solo paso del largo camino que queda por recorrer.

El papa Francisco, con sus breves palabras, ha hecho real una situación que ha venido repitiéndo­se en la historia: cómo con dolorosa impotencia muchas religiosas han visto que su sufrimient­o era consentido y silenciado. El Papa ha abierto la caja de Pandora que meses antes inició L’Osservator­e Romano, la revista mensual del Vaticano. En su especial de marzo, Mujeres, Iglesia, mundo, expuso que las monjas son tratadas como sirvientas por cardenales y obispos, que no tienen sueldo y “rara vez son invitadas a sentarse a la mesa”. En un extenso artículo, numerosas religiosas con el nombre escondido exponen unas circunstan­cias de desigualda­d crónica que deben cambiar para curar profundas heridas abiertas demasiado tiempo.

El Papa ha hablado, ahora toca pasar de las palabras a la acción. Es hora de mover los cimientos de la Iglesia católica y, más allá de eso, pedir perdón por los abusos cometidos y consentido­s en el tiempo.

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