La Vanguardia

El quejío de un pueblo

- Justo Barranco

Hace un año y medio Salvador Távora visitaba Barcelona para presentar de nuevo Quejío, su primer y subversivo montaje. Achacoso pero lleno de pasión recordaba cómo había podido estrenar la obra en Madrid 45 años atrás, en pleno franquismo, gracias a que las funciones tenían lugar a la una y media de la madrugada en el Pequeño Teatro Magallanes. Y, sobre todo, gracias a que Távora engañó al censor sobre el simbolismo de lo que se podía ver en escena en Quejío :le explicó que las cuerdas con las que los cantaores y el bailaor tiraban de un bidón cargado de pesadas piedras simbolizab­an... las cuerdas de una guitarra. No las de un pueblo. Además, sonreía el fundador de la compañía La cuadra de Sevilla, para la primera función suavizaron las letras de las canciones que se podían escuchar. De ese modo, el censor aprobó un espectácul­o que denunciaba la opresión del pueblo andaluz y que reivindica­ba la unión para mover el bidón. Una persona sola, insistía Távora, no podía moverlo, dos tampoco. Pero tres, sí.

El crítico francés Pierre Marcabru escribió de Quejío: “No hay nada hablado, todo es cantado, bailado, y nunca la violencia de la opresión, tal como la rebelión, han sido tan claras. La penumbra, tres llamas, sombras encadenada­s, guitarra y voz humana: ya es bastante. Todo es posible”. Mientras el franquismo pensaba que se trataba de un espectácul­o más de flamenco para turistas, Távora ponía las bases para muchos años de trabajo y de gran fama –aunque el final estuvo recorrido por las dificultad­es económicas– en los que quería cambiar las cosas. Con Quejío quería devolver al flamenco su sentido como grito de un pueblo marginado. Lo logró. Su eterno amigo Joan de Sagarra ha escrito que cuando Quejío llegó a la Barcelona de los setenta, al teatro Capsa, a los jóvenes de entonces les dio “un buen bofetón”, haciéndole­s ver que Carmen Amaya y Vicente Escudero eran algo totalmente distinto al anecdotari­o folklórico barcelonés. Les ayudó a descubrir al pueblo andaluz, a ver la inmigració­n de otra manera. Y a desnudar el teatro. Un poderío al alcance de pocos.

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