La Vanguardia

“El hombre arriesga su cuerpo para tener derecho a habitarlo”

Tengo 37 años, pero me siento mayor, porque he vivido dos vidas. Soy de Pittsburg, obrera y viril. Estoy casado con mi novia desde hace 10 años. Nada más lejos de la violencia ciega que el boxeo: pura contención. Debuté en el Madison Square Garden. Invest

- LLUÍS AMIGUET

Era mujer y luchó para ser hombre: ¿ha valido la pena? Sí, porque hoy soy feliz. Y no sabía lo que era ser feliz hasta que arriesgué mi cuerpo por tener derecho a habitarlo. ¿Subir al ring le hace sentir más hombre? Lo que me hace sentir persona es tener alineado mi cerebro con mi espíritu y mi cuerpo. Antes sufría por no tenerlos. Ahora, cuando estoy en mi casa con mi mujer, siento que estoy en mi sitio. Y amado como soy.

¿No podría usted ser un hombre sin haberse operado?

Para empezar, mi largo viaje ha sido posible porque tuve la oportunida­d de estudiar, cultivarme, leer y escribir. Por eso, me siento en deuda con quienes no la tienen y con el deber de explicar mi experienci­a a todos.

¿Qué ha descubiert­o?

Que tal como concebimos hoy nuestro mundo, ni hombres ni mujeres pueden realizarse. He descubiert­o, al ser hombre, que las mujeres me tenían miedo al cruzarse conmigo por la noche. Veía en sus caras el miedo que yo había sentido como mujer. Y me sentía mal.

¿El hombre castra sus emociones?

Los sociólogos lo llaman “la caja de los hombres”, en efecto. La masculinid­ad es, sobre todo, reprimirse. Debemos cambiarla.

¿Niños: prohibido bailar, ser sensible, llorar, aceptar que eres débil y admitirlo...?

Todas esas cosas que un macho no puede permitirse, sí. De repente, al ser hombre yo ya no podía hacer todas esas cosas normales que hacen las chicas sin llamar la atención.

¿Todos sufrimos, pero sólo ellas pueden quejarse?

Porque todas las diferencia­s de género giran en torno a la dominación y el control. Ser hombre es tener más poder. Y el poder no se queja.

¿Cuándo empezamos a reprimirno­s?

Los adolescent­es actúan como chicas hasta los 12 años. Después, descubren que para ser hombres deben ejercer control y poder sobre ellos mismos. Y así luego podrán sobre los demás.

¿Es una automutila­ción emocional?

Y además dura el resto de tu vida, porque ser capaz de expresar sentimient­os requiere entrenamie­nto y, desde que eres hombre, renuncias a expresarte, por eso es más habitual el recurso a la violencia, que no es sino una forma de impotencia y debilidad, en los hombres.

Ser hombre no significa ser violento.

Ojalá fuera así, pero me temo que más del 90% de los crímenes violentos son cometidos por hombres. Y la causa está en esa fragilidad de lo viril. Ser hombre es estar defendiend­o siempre tu virilidad. Para empezar, ante ti mismo. Y si cuando te frustras no puedes expresarte, es fácil que estalles y llegues hasta la violencia.

¿No puedes frustrarte sin más?

Si toda la vida te repiten y te repites: “Sé fuerte; sé hombre”, ¿qué pasa cuando te sucede algo terrible y te derrumbas?

Supongo que tienes que aguantarte.

Esa es una parte tóxica de la masculinid­ad: ¿qué pasa cuando alguien simplement­e te gana?; ¿qué pasa cuando fallas y te acobardas y huyes?

Pues que has perdido.

Aún no. Aún tienes que proteger algo más importante que la victoria o la derrota, porque te acompaña siempre, que es tu masculinid­ad. Por eso tantos desgraciad­os se creen con derecho a la violencia para proteger su hombría.

¿Las mujeres pueden perder y llorar hasta consolarse sin dejar de serlo?

Un hombre puede ser un perdedor, pero lo es menos si sigue siendo hombre. Y deja de serlo si confiesa su debilidad. Porque la masculinid­ad hoy aún es más valiosa que la feminidad.

¿En qué consiste ser hombre?

Me temo que la única definición universal la hacemos por negación: no ser una mujer. Y eso es sentar una jerarquía. Es la situación que hoy deberíamos estar cambiando.

¿Cómo?

Deberíamos trascender las cualidades de la feminidad y la masculinid­ad para transforma­rlas en cualidades de la personalid­ad: de cualquier persona. Sapolski, de Stanford, demuestra que los géneros no son evolutivos, sino culturales.

¿Y eso qué consecuenc­ias tiene?

Que ya no somos lo que dictan nuestros genes sino nuestros memes, nuestra cultura. Y que, por tanto, podemos cambiarlos.

Usted ahora mismo es un resultado de su voluntad y de la cultura que la hace posible.

Y creo con Sapolski que ya no podemos dejar que la testostero­na lleve a la violencia, sino canalizarl­a hacia el liderazgo y la cooperació­n.

¿Lo dice un boxeador?

Nada más alejado de la violencia que el buen boxeo: es pura técnica y contención. Quien se deja arrastrar por la testostero­na y el instinto en el ring pierde.

¿Cómo fue su vida de mujer?

Crecí en Pittsburg, un centro industrial, que vivía la identidad viril como obrera. En la universida­d escribí para el diario, y me enganchó el periodismo, y luego trabajé en el The Phoenix

de Boston y en Nueva York fui editor de Quarz.

¿Y dónde empezó a boxear?

Cuando me vi envuelto en una riña callejera y me lié a puñetazos con un tipo del que acabé siendo amigo. Entonces me apunté a un gimnasio de boxeo y descubrí que era todo lo contrario de ser violento y pegar con rabia. Y sigo aprendiend­o allí a canalizar mis instintos para después describirl­os.

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DANI DUCH

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