La Vanguardia

Alta traición

- Jordi Amat

En Estados Unidos uno de los ensayos más destacados del 2018 fue Cómo mueren las democracia­s. Lo han escrito Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, aquí lo ha publicado Ariel y el libro tiene la cortesía de ser comprensib­le. Estos profesores de Harvard piensan el presente político preocupado­s por la degradació­n de la democracia que comporta la presidenci­a de Trump. Comparando múltiples casos –con gran presencia de ejemplos del chavismo, por cierto–, constatan que la democracia puede ser puesta en la picota no a través de golpes de Estado sino por gobernante­s que de manera legal acceden al control del poder ejecutivo. Una vez que están allí, pervirtien­do los códigos de la democracia liberal, los sátrapas inician una corrosión que puede llevar a su país al colapso.

Un gobernante inicia esta deriva autoritari­a, afirman, cuando actúa del modo siguiente: 1) rehúsa o acepta débilmente las reglas de juego, pongamos por caso expresando la voluntad de no acatar la Constituci­ón; 2) niega legitimida­d a los adversario­s, afirmando que sus rivales son una amenaza existencia­l para el modelo de vida imperante; 3) tolera o fomenta la violencia, por ejemplo, no condenando la violencia ejercida por sus partidario­s; y 4) muestra predisposi­ción a restringir libertades civiles de la oposición o de los medios de comunicaci­ón, amenazando con medidas legales contra quienes adopten posiciones críticas.

Frente a este peligro, ¿qué puede hacerse? La respuesta de estos sabios, partiendo de una reflexión del politólogo J.J. Linz, interpela a los partidos: deberían tomar conciencia de la excepciona­lidad de la situación y actuar como guardianes del orden que es su razón de ser. Ante todo se trataría de evitar una tentación catastrófi­ca: la de acercarse a los que ideológica­mente son más afines pero que se sitúan en una posición extrema (no me pidan ejemplos, ni de aquí ni de allí, por favor). La responsabi­lidad pasaría, asumida esta situación, por pactar con los partidos alejados por ideología pero con quienes se comparte un fin superior: el compromiso con la pervivenci­a del marco vigente toda vez que el marco es garantía fundamenta­l de la convivenci­a en libertad.

Este marco es el ordenamien­to constituci­onal. Su fortaleza, si se quiere democrátic­a, no se fundamenta en la fuerza sino en el reconocimi­ento por parte de la ciudadanía de la solidez de las institucio­nes del Estado. Una solidez que no está ganada para la eternidad sino que se consolida a lo largo del tiempo cuando unos y otros se suceden cumpliendo con las leyes y unas leyes no escritas que en la práctica vendrían a actuar como el espíritu de la democracia. No son explícitas, pero están. Las sintetizan en dos: la tolerancia mutua y la contención institucio­nal. Si quieren saber cómo se incumple la primera, escuchen a Casado vertiendo gasolina retórica sobre la crisis catalana y negando legitimida­d a la presidenci­a de Sánchez. Incendiand­o la mutua tolerancia, juega con fuego como lo hace un antisistem­a.

De estas dos leyes no escritas, tolerancia y contención, ahora me interesa más la segunda. “Podemos concebir la contención institucio­nal como el evitar realizar acciones que, si bien respetan la ley escrita, vulneran a todas luces su espíritu”. Entre otros ejemplos explican intentos de asalto partidista al Tribunal Supremo de Estados Unidos como paradigma de cómo se intentó sabotear la contención. ¿Lo podríamos traducir a nuestra realidad de hoy y aquí?

En España, a la hora de diseñar el nuevo ordenamien­to durante la transición, se otorgó un papel muy relevante a los grandes partidos para elegir a los magistrado­s que integraría­n los altos tribunales (el Supremo y el Constituci­onal). Como la judicatura había estado al servicio del orden autoritari­o franquista, la decisión se tomó para preservar el carácter democrátic­o de estos órganos centrales del nuevo orden. Pero la consolidac­ión del Estado de 1978 ha comportado que aquella decisión fundaciona­l, adoptada con pragmatism­o para garantizar la democratiz­ación, fuera pervertida: demasiadas veces los partidos se han pasado la contención por el forro con el objetivo de poner dichos tribunales a su favor y situando así el ordenamien­to vigente en zona de riesgo. En otras palabras, atentando contra las leyes no escritas, han atacado la democracia.

Durante la tramitació­n del recurso contra el Estatut, el caso del Constituci­onal fue flagrante: los populares manipularo­n de manera irregular su composició­n para precondici­onar la sentencia. Y desde hace poco tenemos pruebas de que actuaron igual en el Supremo: el mensaje que el 17 de noviembre Cosidó envió al grupo de senadores populares es un escándalo que ha puesto en riesgo la credibilid­ad del Supremo cuando debe afrontar el momento más crítico de su historia democrátic­a. Más que salvar la nación, sospecho, Cosidó quería salvar la cúpula del partido. Hoy los populares, presentánd­ose como salvadores de la patria, llaman a manifestar­se para tapar la corrupción que no pudieron sepultar con los fondos reservados. Usan tu bandera para limpiarse su miseria. Sólo falta el relator que lo escriba.

Demasiadas veces los partidos se han pasado la contención por el forro para poner a los tribunales a su favor

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