“Una paloma blanca, en un almendro…”
Se nos ha ido Salvador Távora, fallecido el viernes en su Sevilla natal a la edad de 88 años. Salvador se crio en un barrio popular, El Cerro del Águila, en medio de las dificultades económicas y culturales que siguieron a la Guerra Civil. Hizo estudios primarios en la escuela pública de su barrio y a los 14 años ingresó como aprendiz en los talleres mecánicos de la fábrica de tejidos Hytasa, en la que aprendió y ejerció el oficio de soldador eléctrico, al tiempo que ampliaba sus estudios en las clases nocturnas impartidas en la misma fábrica. Como los demás niños de El Cerro, se impregnó de la vida del barrio, familiarizándose con los cantes por soleá de populares cantaores, como El Papero, y de los fandangos comprometidos de El Bizco de Amate, un universo de tonalidades que formalizaron más tarde su concepto del flamenco y de su función social.
Satisfizo su afición al toreo saltando por las noches las tapias del matadero municipal y, apadrinado por Rafael Gómez, el Gallo, Távora adquirió un cierto prestigio como matador de novillos, en particular en las plazas de toros de Ubrique, Utrera y la Maestranza sevillana, en cuyo cuadro de honor figura por haber cortado oreja y rabo el 17 de noviembre de 1952. En esa época vivió experiencias de comunión entre el riesgo y el arte que más tarde se reflejaron con claridad en su perspectiva teatral. Formaba parte, como sobresaliente, en la cuadrilla del rejoneador Salvador Guardiola cuando se produjo la muerte de este en la plaza de Palma, el 21 de agosto de 1960. Tras dar muerte al toro causante de la tragedia, Távora terminó definitivamente ese día su vida taurina activa.
Salvador Távora actuó en espectáculos flamencos al uso y descubrió, amargado por el triunfalista panorama folklórico de aquellos primeros años de la década de los sesenta, que “la realidad de Andalucía andaba por un lado, y sus cantes por otro”. A finales de los años sesenta, cansado de profesionalismo humillante y de obstáculos insalvables para sus propósitos, fue requerido por el crítico teatral José Monleón, por su singular forma de entender la expresión andaluza, para formar parte del Teatro Estudio Lebrijano, con ocasión de su participación en el Festival Mundial de Teatro de Nancy, en abril de 1971. Al poco, tras la gestión de Lilyane Grillon ante Jack Lang, director y fundador del Festival de Nancy, Quejío, el primer espectáculo de La Cuadra, que los barceloneses pudimos ver en el desaparecido teatro Capsa, triunfa en Nancy y Távora entra a formar parte de la crema de la teatralidad internacional, junto a Tadeusz Kantor y otros creadores ilustres con los que los críticos gustan de compararle.
Se habla de su rebelión contra la “literatura dramática”, de su arraigo a la cultura popular, al cante y a los toros. No es que Távora se rebele contra una “literatura dramática”, es que, simplemente, como bien decía el colega Monleón, no ha pertenecido nunca, ni cultural ni socialmente, al mundo de donde ha emergido ese discurso. No ha llegado a Meyerhold después de Stanislawski, ni a Artaud después de la Comédie, ni a Grotowski después de Bretch. “Su trayectoria va”, escribe Monleón, “directamente del barrio sevillano de El Cerro, de las plazas de toros, de su conciencia dramática del cante y de la teatralidad de la vida andaluza –con la Semana Santa y la romería del Rocío como fiestas mayores– a los escenarios de medio mundo”.
Las relaciones entre Salvador Távora y Catalunya tuvieron sus altibajos. Cuando Távora estrenó su Picasso andaluz se le echó en cara que omitiese el periodo barcelonés del pintor malagueño y, más tarde, se le prohibiría la representación de Carmen en la Monumental barcelonesa, un espectáculo que comportaba la muerte de una vaquilla y que Távora llevó a los tribunales y el Supremo acabó dándole la razón. Pero, en el momento de redactar deprisa y corriendo esta torpe “necro” –¡qué palabra tan fea!–, es obligado hablar de Identidades, una exaltación líricodramática de dos pueblos, el andaluz y el catalán, hermanados en la alegría y el dolor (especialmente en el dolor, que es lo que Távora mejor sabía expresar). Identidades se estrenó en 1994 en el Festival Iberoamericano de Teatro que se celebraba en Cádiz. Yo estaba allí. Recuerdo la “voz catalana” de María Jesús Andany (una chica formada en la Adrià Gual) y la “voz andaluza” de Concha Távora, la hija de Salvador. La presencia, hermanada, de Blas Infante y Lluís Companys. Los poemas de Espriu, de Brossa y del propio Távora. La Banda de cornetas y tambores interpretando La Santa Espina, La dansa de la mort de Verges, los gigantes y cabezudos, un audaz arreglo de Recuerdos de la Alhambra, de Tàrrega, y la Coral Polifónica de la Isla Cristina cantando en la solemne escena final unas tonadas con compás de los tangos de Cádiz…
Sólo por aquellas Identidades, “la afirmación y el compromiso de dos pueblos, con muchas raíces comunes, que necesitan que la libertad y la armonía presidan todos sus diálogos y encuentros”, como escribía Joan-Anton Benach (La Vanguardia, 25 de febrero de 1995); sólo por aquel espectáculo, los catalanes estaremos siempre en deuda con Salvador Távora, el poeta –que eso es, lo que era– de La Cuadra de Sevilla.
Sálvador Távora, el amigo Salvador, nos ha dejado en un momento en que aquella Andalucía que descubrimos con La Cuadra, en que aquellas Identidades o, mejor, afinidades, parecen imposibles. Es la Andalucía del PP, de Ciudadanos y de Vox cuyo lenguaje supera con creces aquel disparate que se le ocurrió a Pasqual Maragall y que en su día recogía el diario ABC en su portada: “Maragall cree que nacer en Córdoba aparta a Montilla de la Generalitat”. Recuerdo el comentario que hizo Salvador: “Pues Finito de Córdoba parece ser que es hijo de Sabadell, vamos, digo yo”. Por todo lo que nos has dado, por todo lo que me diste, un millón de gracias, Salvador.
Sólo por ‘Identidades’, el compromiso de dos pueblos, los catalanes estaremos siempre en deuda con Távora