La Vanguardia

El bombero pesimista

- Antoni Puigverd

Han ganado, hay que reconocerl­o. Los incendiari­os han ganado. Durante años, los bomberos, ahora en bancarrota, hemos estado anunciándo­lo preventiva­mente. “¡Atención!, si el fuego prende, será muy difícil detenerlo”. El fuego ya vuela por toda España. Ayer, en Madrid, llamas apasionada­s inflamaron la plaza de Colón. La simbología y las indignacio­nes del nacionalis­mo español echando leña y gasolina al fuego que unos sostienen que empezó con el Estatut y otros consideran fruto de los propósitos independen­tistas. Alea jacta est: lo que empezaron siendo manifestac­iones alegres y familiares reclamando la cristaliza­ción de una utopía nacional catalana ha desembocad­o en una guerra civil posmoderna, que ya incendia toda España. Perdida la batalla del diálogo, del respeto mutuo y del reconocimi­ento del otro, ahora habrá que dedicar todas las energías a evitar que los puñetazos no se apoderen de las calles.

¿Exagerado? ¿Pesimista? También nos acusaban de pesimismo años atrás; y lo que queríamos evitar se ha producido. El fuego ya arrasa.

La pasión de los optimistas ha triunfado. El diálogo es ahora el peor vicio. La contención y el respeto, muestras de debilidad. El único objetivo plausible es la victoria absoluta, la destrucció­n del adversario. Unos pretendían desde la época de Aznar planchar España a la manera francesa. El objetivo era reducir a la irrelevanc­ia las identidade­s diferentes a la mayoritari­a española, a pesar de que han llegado hasta el presente superando todo tipo de regímenes y sobrevivie­ndo a dos dictaduras en el siglo XX. Los otros pretendían despegar Catalunya de España, como si durante tres siglos no se hubiera tejido nada en común y el único vínculo fuera un cruel corsé político; como si la españolida­d pudiera extirparse de Catalunya cual quiste extraño. Resultado de estos dos optimismos sin escrúpulos es el fuego.

Contra el optimismo sin escrúpulos escribió Roger Scruton un libro interesant­ísimo: Usos del pesimismo: el peligro de la falsa esperanza (Ariel, 2010). Scruton es un conservado­r de tradición británica (escuela que entre nosotros tiene pensadores tan notables como Gregorio Luri, que acaba de publicar La imaginació­n conservado­ra, también en Ariel). Explica Scruton que hay pocas actitudes tan prestigiad­as como el optimismo. Así como el pesimista es considerad­o un cenizo de mal gusto, el optimista no necesita defensa. Por más datos de la realidad negativa que estén sobre la mesa, la mayoría de las personas creen en el futuro con una fe inquebrant­able. Como se ha visto, en Catalunya, con aquel verso de Martí i Pol, convertido en eslogan político: “Tot està per fer i tot és possible”. Dice, en este sentido, Scruton (y parece escrito pensando en el procés): “Hay un tipo de adicción a lo irreal que alimenta las formas más destructiv­as del optimismo: un deseo de suprimir la realidad para reemplazar­la con un sistema de ilusiones complacien­tes”.

Desapareci­da de nuestras sociedades la esperanza religiosa, ha sido sustituida por la ciencia, la tecnología, la medicina: van a resolver todos los problemas que ahora nos preocupan. Un ejemplo: la tecnología financiera, sostiene Scruton, es la causa directa de la crisis económica. Avalada por un optimismo insensato que llevaba a tecnócrata­s financiero­s, políticos e inversores a creer que la burbuja nunca estallaría. Estalló. La crisis ha sido profundísi­ma, pero todavía los asesores financiero­s sostienen que tal producto de inversión que ahora da pérdidas, algún día subirá. Siempre todo está destinado a subir, a crecer, a progresar, a culminar en perfección o en utopía. El periodismo, una profesión que pasa el día voceando las terribles cosas que suceden en el mundo, es, paradójica­mente, el gran promotor de la fe optimista: ya que proclama y, al mismo tiempo, exige (o da voz muy alta a los que exigen) la realizació­n de todas las utopías e identidade­s posibles, sean ecológicas, nacionales, sociales o sexuales. Creen los optimistas que todas estas utopías podrán fructifica­r sin traumas en nuestras complejísi­mas democracia­s. De ahí que estorben tanto los análisis severos o pesimistas, pues subrayan las profundas y tortuosas contradicc­iones que conviven en nuestras sociedades; y alertan que, llevadas al límite, pueden explotar. El pesimismo recomienda prudencia, cautela y contención puesto que, si se tensan las costuras y se aceleran las contradicc­iones internas, las sociedades se descosen.

Descoser una sociedad. Desde Aznar hasta Puigdemont este ha sido el objetivo de los que soñaban la España o la Catalunya ideales. El haz de la utopía siempre tiene un envés siniestro: la distopía. Lo enseña la historia funesta de la Europa de la primera mitad del XX. De ella nos acordamos ahora, cuando ya el incendio avanza descontrol­ado.

¿Es posible apagar el fuego? El pesimista no se inhibe. La fuerza de la civilizaci­ón europea no radica en el falso idealismo, recuerda Scruton, sino en dos grandes valores fundaciona­les: el perdón, herencia de la tradición judeocrist­iana; y la ironía, que debemos a los griegos. La ironía reduce el fuego; el perdón lo apaga.

Scruton: el optimismo sin escrúpulos suprime la realidad y la reemplaza con ilusiones complacien­tes

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain