La Vanguardia

Valientes traidores

- Laia Bonet

La sensación de legislatur­a agotada tras la negativa del independen­tismo a la tramitació­n de unos presupuest­os, que muchos han calificado como los más sociales desde la recuperaci­ón de la democracia, es innegable. La coincidenc­ia de su tramitació­n con el inicio del juicio por los hechos de octubre del 2017 ha contribuid­o segurament­e a ello, pero me temo que hay causas de fondo más decisivas y preocupant­es.

La política, para algunos –demasiados-, se ha convertido en una arena en la que lo que resta puntos es cooperar con el otro y lo que los suma es acusarle de traidor. A veces, incluso, importa poco si el otro es el adversario ideológico o el contrincan­te con quien uno se diputa prácticame­nte el mismo electorado.

La verdadera buena política parece estar de nuevo en jaque. Durante muchos años lo que la minó fueron las actitudes de servilismo y de ausencia de crítica ante los que representa­ban las máximas responsabi­lidades dentro de una misma formación. “El que se mueve no sale en la foto”. La afirmación del aún controvert­ido Alfonso Guerra ha sido la hoja de ruta de no pocas vidas políticas profesiona­lizadas. Sin haber desterrado aun ese factor de empobrecim­iento de la política, hemos visto aparecer otro con nefastos efectos: la exigencia que hay que expulsar al traidor, siendo éste a menudo simplement­e aquél que no actúa como uno afirma que habría que hacerlo. Pero lo que redimensio­na los efectos de estas acusacione­s sobre el comportami­ento político es que pueden llegar ahora por todas partes: de las bases, del electorado, del socio político, de las plazas... y sobre todo de las redes. Y claro, siendo así, son muchos los que sienten pánico a ser señalados como traidores.

Hace unos meses, en el marco del ciclo denominado Refer consensos bàsics, organizado por la asociación Tres Quarts per Cinc Quarts y en el que colaboré como conductora de las sesiones, Jordi Amat afirmó ante la sorpresa de muchos de los asistentes, que una eventual solución al problema sobre el futuro de Catalunya pasaría por sentar en la mesa un pragmático de un lado y un traidor del otro. Vaya por delante que comparto la idea de mi amigo, pero permítanme reformular­la: creo firmemente que no hay ni habrá posibilida­d de hacer realidad (y no solo imaginar) una solución –o un conjunto de ellas– para solventar este enquistami­ento en el que nos hemos instalado, si no es con un acuerdo. Y ello requiere estar dispuesto a negociar, aunque esto provoque que algunos levanten el dedo acusatorio a menudo desde la irresponsa­bilidad, el desconocim­iento o la cobardía.

Sentarse en la mesa, asumiendo este riesgo, no es síntoma de traición, sino de valentía política.

Llegar a un acuerdo requiere estar dispuesto a negociar aunque algunos levanten el dedo acusatorio

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