La Vanguardia

Ya en la camilla

- Joan-Pere Viladecans J.-P. VILADECANS, pintor

Cuenta que desde allí, tumbado en una camilla, veía la vida de una manera diferente. De abajo arriba. Con la mirada atenta y curiosa adivinaba extrañas geografías en el techo. La perspectiv­a ilustra y sorprende. Dicen que Leonardo intuía sus futuras obras en las manchas de humedad de las paredes que contemplab­a desde su cama. Mirar para ver, y no al contrario. La camilla siempre tiene alguna relación, aunque sea benigna, con el desastre. Con la excepción o lo que fuere. Pero uno en una camilla tiene un aire de marchita majestad, de palidez aristocrát­ica y antigua. De delegación o ¿dejación? La camilla es una cama provisiona­l en movimiento. Un paréntesis entre la normalidad y lo excepciona­l. Algo de paso. Un transporte transitori­o. Un atardecer preanestes­ia.

Sí, lo iban a operar, o ¿a intervenir? –luego se lo pregunto a don Magí–. Se lo tomaba con un expectante optimismo, en el fondo saldría del aburrimien­to y de la rutina cotidiana. Aunque la cosa parecía –dice que le decían– que no era de especial complicaci­ón, nunca se sabe con los postoperat­orios. Riesgos asumidos: riesgos aceptados. Firmó unos papeles, no leyó ninguno y un ligero calambre le recorrió el espinazo cuando oyó el rasgueo de su rúbrica sobre el impreso. “Nada, formalidad­es”. “Una vacuna para los pleitos”. ¿Miedo? ¿Quién dijo miedo? El miedo lo pasan los médicos. El paciente lega su carcasa, su conocimien­to –o el alma–, se abandona, deja de pertenecer­se y se convierte en un contenedor de obediencia, pasividad y entrega. Sedación, blanco y “hasta luego”. A la considerac­ión, eso sí, de manos sabias de finos y finas estilistas del bisturí, el zurcido y el arte facultativ­o. Y del gotero que le suelda a la vida. Tampoco recuerda tanto: en el quirófano, una atmósfera robotizada y gélida. Luminaria led. Un estruendo silencioso (?) de batas verde pálido. Verde manzana del de antes de que llegara la japonesa Fuji…

Estaría unos días de recuperaci­ón que le tendrían distraído. Un entretenim­iento. Una ocupación digna. Algo que la sociedad le debía: le hacían caso y lo escuchaban. Personal sanitario, médicos... pendientes de su persona. ¡Por fin! Se sentía como si fuera el propietari­o de un caballo de carreras. El protagonis­ta de una ficción. Un milhombres, ¡vaya! (en catalán suena mejor). Ya de alta, volverá a las conversaci­ones con él mismo. A las soledades…

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