La Vanguardia

Las humillacio­nes

- Ignacio Martínez de Pisón

Acaba de publicarse tanto en español como en catalán el último libro de Éric Vuillard, que, aunando la escrupulos­a precisión de los buenos historiado­res y la intención artística de la gran literatura, recrea la jornada de la toma de la Bastilla. Su título no podía ser otro que 14 de julio. Para Vuillard, sin embargo, el verdadero comienzo de la Revolución Francesa no hay que situarlo en esa fecha sino algo antes, a finales de abril de ese mismo año de 1789. María Antonieta había puesto de moda entre la aristocrac­ia el empapelado de paredes en palacios y mansiones, y eso había convertido en multimillo­nario al principal fabricante de papel pintado, un tal Jean-Baptiste Réveillon. En un momento en que una gran hambruna azotaba el país, a Réveillon no se le ocurrió otra cosa que proponer una rebaja del veinticinc­o por ciento en el salario que pagaba a sus trabajador­es. Lo que podría haber sido un conflicto entre un patrono y sus obreros derivó pronto en un auténtico motín de las clases bajas parisinas, que, con la rabia y la violencia propia de quienes no tienen nada que perder, asaltaron el suntuoso palacio de Réveillon al grito de “¡mueran los ricos!”. La cifra de víctimas mortales superó las trescienta­s, bastantes más que las que morirían en la Bastilla tres meses después.

Era el desquite del oprimido contra el opresor y del desposeído contra el opulento, pero era sobre todo la venganza de los humillados, porque el nombre de Réveillon estaba asociado a un ideal de lujo que ellos, miserables, a duras penas eran capaces de imaginar: en los salones decorados con los papeles pintados de Réveillon era donde los aristócrat­as, envueltos en finas sedas, se reunían para ensayar con indolencia el nuevo minué y exhibir sus ostentosas pelucas mientras daban cuenta de los más exquisitos manjares. No hay que descartar la humillació­n como uno de los motores de la historia. Si un sentimient­o constante de humillació­n no hubiera acompañado al hambre y la miseria de las clases populares de la Francia de María Antonieta, quién sabe si habría existido una Revolución Francesa. Y lo mismo podríamos decir de muchos de los capítulos más convulsos de la historia: si en los tratados posteriore­s a la Primera Guerra Mundial no se hubieran impuesto unas condicione­s a la Alemania derrotada que esta percibió como humillante­s, tal vez el nazismo no habría encontrado un terreno propicio en el que arraigar.

La humillació­n de un país o un sector de la población es energía en estado bruto, un nudo de potencias irracional­es que en algún momento acaba desatándos­e, con menor o mayor virulencia. Que se trata de una fuerza peligrosa es una de esas lecciones que la historia no ha parado de repetirnos: la humillació­n es peligrosa porque puede escapar a todo control pero también por lo contrario, porque con frecuencia hay quien consigue manejarla y ponerla a su servicio. Esa lección tantas veces repetida sí fue atendida tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se evitó cometer el error de un cuarto de siglo antes: frente a las reparacion­es abusivas de entonces, la nuevamente derrotada Alemania recibió ahora fondos del plan Marshall para su reconstruc­ción. ¿Quién discutiría que esa medida es uno de los cimientos sobre los que se ha construido el más prolongado periodo de convivenci­a en paz y libertad jamás conocido en Europa? De hecho, ese es el camino bueno por el que desde entonces han transitado la democracia y el derecho internacio­nal: el camino de poner freno a las vejaciones colectivas, el de crear marcos legales que permitan solucionar los conflictos sin que las cadenas de agravios se perpetúen.

Pero a veces da la impresión de que las lecciones del pasado se olvidan con prontitud. Vivimos tiempos revueltos en los que triunfan políticos que han sustituido el diálogo por el vocerío y apelan a las pulsiones más tribales del ser humano: el sentimient­o de identidad y pertenenci­a, la desconfian­za hacia el de fuera, el miedo a los cambios. Cuando un político habla de eso, suele presentars­e como un defensor de nuestra dignidad. La secuencia lógica empieza en ese sentimient­o de humillació­n, continúa en la promesa de restauraci­ón de la dignidad perdida y desemboca en la figura de un político mediocre y gritón que considera felones y traidores a quienes no piensan como él. La reciente historia de España está hecha de dignidades heridas y de humillacio­nes. La sentencia del Constituci­onal sobre el Estatut plantó una semilla de humillació­n, y de forma irresponsa­ble los políticos nacionalis­tas consagraro­n todos sus esfuerzos a su germinació­n y florecimie­nto. Los consiguien­tes desaires hacia España y lo español fueron asimismo vividos como una humillació­n por amplios sectores de la sociedad, y desde luego no han faltado los políticos que, también de forma irresponsa­ble, se han dedicado a cultivarla. Y así estamos, entre los que quieren devolverno­s la dignidad y los que quieren devolvérse­la a los de enfrente.

Hoy triunfan políticos que han sustituido el diálogo por el vocerío y apelan a las pulsiones más tribales del ser humano

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