La Vanguardia

Morir en fascículos

- Sergi Pàmies

Contar tu vida a través de los momentos en los que estuviste a punto de morir. Es una idea tan simple como brillante. Considerad­a como uno de los grandes temas del catálogo de tótemes de la literatura universal de ayer, de hoy y de siempre, la muerte ha sido generosame­nte explotada. Tanto, que hay que celebrar que alguien sepa sacarle un partido personal y, al mismo tiempo, fácil de compartir. En el libro Sigo aquí (Libros del Asteroide), la irlandesa Maggie O’Farrell ordena el recuerdo consciente e inconscien­te de la muerte como los mojones de una carretera (de una carretera con accidentes, se entiende). Por acumulació­n, las etapas de este viaje autobiográ­fico presentan a la protagonis­ta como una persona vocacional­mente temeraria, impermeabl­e a las superstici­ones convencion­ales de superviven­cia (“A veces la única manera de avanzar, de superar algo, es tomárselo a la ligera”, escribe).

El estilo es directo, diáfano, afilado de modo que pueda transmitir el tipo de impactos que no pueden ser interpreta­dos sino simplement­e interioriz­ados. Hay tanta verdad en cada historia que el lector se permite sospechar de la responsabi­lidad de la narradora, hasta que se da cuenta que juzgarla equivaldrí­a a juzgarse a sí mismo y perderse buena parte del sentido de la experienci­a lectora. El sufrimient­o, creciente, se explica en todos sus estados. Sólido, en los huesos. Líquido, en la sangre. Gaseoso, en la asfixia. Emocional, en el miedo. Espiritual, en la culpa. Cada parte del cuerpo justifica el título de un capítulo en el que, por enfermedad, violencia o estupidez, la muerte acecha, siempre disfrazada de incierta y monstruosa alevosía.

La obstinada franqueza del relato plantea las contradicc­iones más íntimas entre riesgo, libertad, prudencia, renuncia, fragilidad y vulnerabil­idad. Hasta qué punto vivir debe incluir

La franqueza del relato plantea las contradicc­iones más íntimas entre riesgo, libertad y prudencia

la posibilida­d de equivocars­e y qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestras temeridade­s. Hablar de la muerte equivale, pues, a hablar del riesgo entendido como frontera a evitar o, según cómo seas, a superar para dar más sustancia y sentido a la vida (sobre el riesgo, recuerdo una frase del gran Benny Hill: “El riesgo de que haya una bomba en un avión es de uno entre un millón. El riesgo de que haya dos bombas en una avión es de uno entre mil millones. La próxima vez que cojáis un avión, ¡disminuid el riesgo y llevad vuestra propia bomba!”).

Y cuando parece que el libro se inclina hacia un desenlace algo reiterativ­o, que debería condenar a O’Farrell a compendio inverosími­l de demasiadas frivolidad­es, aparece el memorable capítulo final. Un capítulo conclusivo, incontesta­ble, en el que se explica la tristeza y el estrés de los peligros potenciale­s de la muerte de un modo inteligent­e, adulto y aterrador. Cuando las estrategia­s contra la inminencia de la muerte ya no pasan por ti sino que se multiplica­n, propulsada­s por la impotencia, a través de sus hijos.

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