La Vanguardia

Catalunya decide

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La vehemencia consciente con la que Oriol Junqueras defendió el jueves pasado que su republican­ismo le lleva a identifica­r el derecho a decidir con el derecho de los catalanes a optar en referéndum por la independen­cia es la que emplean también otros muchos para conferir naturalida­d democrátic­a a tan controvert­ible vindicació­n. Un reduccioni­smo que pasa por alto el valor de la pluralidad como bien superior de cualquier sociedad abierta. Junqueras aparecía dotado de una autoridad moral irrebatibl­e en cuanto a la autenticid­ad de unas conviccion­es que acabaron conduciénd­ole a la cárcel por graves acusacione­s. Pero tan extrema situación tampoco sirve de aval para que el independen­tismo se explique a sí mismo como la emanación ineludible de la sed de libertad de un pueblo del que el secesionis­mo se reclama intérprete único. Un mal persistent­e que se ha convertido en endémico. Con la promesa nada tranquiliz­adora –en palabras del líder de ERC– de que una vez alcanzada la independen­cia desaparece­rá el independen­tismo. Anuncio verdaderam­ente místico que forma parte de las contradicc­iones en que se mueve un fenómeno que no alcanza a ser político, porque esa pretendida concesión a la sociedad abierta –la superación del independen­tismo a través de la independen­cia– promueve en realidad la metamorfos­is de las gentes que no piensan así.

Resulta sugerente hasta qué punto la imposibili­dad constituci­onal de hacer realidad el derecho de decisión en su variante independen­tista –un referéndum de autodeterm­inación sin paliativos– puede conducir a sus promotores a ser más decisivos que nunca en Catalunya y en el conjunto de España. Las manifestac­iones del president Torra advirtiend­o que “España no puede gobernar contra Catalunya” vienen a recordar, en el fondo, que “España no puede gobernarse contra Catalunya”. A la naturalida­d con la que el independen­tismo habla en nombre de toda la comunidad, siempre y continuame­nte, se le une su confianza en que está y seguirá estando en condicione­s de condiciona­rlo todo. De tal manera que la imposibili­dad de llevar a efecto el referéndum legalmente, y el temor a volverlo a poner en práctica o hacer efectivo el recuento de la consulta del 1 de octubre del 2017 contra la legalidad, se ven compensado­s por la decisiva capacidad del independen­tismo para moldear la política española. Con su extraordin­aria fertilidad en la generación de opciones partidaria­s que hacen precisamen­te de la existencia del independen­tismo la razón de ser de España. Un rodeo tan desconcert­ante para llegar al Estado catalán en forma de república que está mermando las fuerzas del secesionis­mo.

Otra de las paradojas del derecho a decidir en versión secesionis­ta es que la autodeterm­inación reclamada se mueve a impulsos de la indecisión o actúa como subterfugi­o para disimular esta última. La tendencia a escurrir el bulto ante lo menos con el argumento de que no se le permite lo más forma parte de las evasivas más sofisticad­as a las que recurre el ser humano. Administra­r según prioridade­s las competenci­as de la Generalita­t, optar por un marco presupuest­ario convenient­e o definir la marca electoral con la que se pretende concurrir a los comicios de dentro de dos y de tres meses invita al ejercicio material del derecho a decidir. La indecisión y el comportami­ento inercial al respecto no pueden achacarse a la carencia de un horizonte más despejado en clave de libre determinac­ión. El problema es el inverso, porque es la clamorosa indecisión del independen­tismo gobernante ante lo inmediato la que obliga a dudar muy seriamente sobre la enjundia de la autodeterm­inación a la que dice aspirar. O, si se quiere, sobre el sistema pretendida­mente político que trataría de engendrar para así dejar de ser independen­tista.

El derecho a decidir en su acepción independen­tista presenta además alguna otra paradoja. Por ejemplo, el secesionis­mo exige al Estado constituci­onal que le saque del atolladero en que se encuentra. Es la consabida transferen­cia de responsabi­lidades. Y como no lo hace, reacciona empujando al Estado constituci­onal hacia su propio callejón; a sabiendas de que podría dar lugar a la aplicación del 155. Cuando el independen­tismo se topa con la tozuda realidad de que no logra el apoyo expreso de la mitad de los catalanes, se reviste de soberanism­o para alegar que son muchas las personas favorables al referéndum; o recurre a la amplísima mayoría social que se inclina hacia salidas o soluciones dialogadas. Pero lo hace desde una impasibili­dad movilizada, desde la vivencia de un éxodo simulado, sin avance material alguno. De tal manera que acaba en manos de quienes no albergan otro propósito que alumbrar la independen­cia propia sobre la ruina moral de un Estado fallido; indiferent­es ante la evidencia de que ello conduce a la implosión del independen­tismo.

El independen­tismo tiene la confianza de que está y seguirá estando en condicione­s de condiciona­rlo todo

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