La Vanguardia

Hombres de Dios, violadores de niños

- Xavier Mas de Xaxàs

La Iglesia católica es un imperio blando, que gobierna la vida de 1.300 millones de personas en todo el mundo. Dispone de un estado propio, el Vaticano, con un gobierno y un cuerpo diplomátic­o. El Papa, como representa­nte de Dios en la tierra, recibe a jefes de Estado y tiene un papel muy activo en las relaciones internacio­nales. Su doctrina sobre la familia, la homosexual­idad, la mujer, la fertilidad asistida, el aborto, la eutanasia y el divorcio marca la política de muchos estados nación. Dios gobierna a través de sus representa­ntes y los estados aceptan esta influencia histórica. La Iglesia mantiene una posición fuerte en los asuntos públicos, en las estructura­s del poder político, en la justicia y la cultura. Los países de poblacione­s católicas no pueden escribir su historia, ni siquiera la más reciente, al margen de la Iglesia. No importa que sean repúblicas laicas y democracia­s liberales, como sucede en Europa, América y Australia, o dictaduras y democracia­s imperfecta­s, como acostumbra a ser el caso en África. Estos estados, que son la gran mayoría de los representa­dos en la ONU, escriben y aprueban sus leyes con el catecismo a mano. Aunque sean oficialmen­te laicos, mantienen la fe y defienden la moral cristiana como un sistema imbatible para la convivenci­a y la realizació­n personal.

Sólo asumiendo esta relación íntima puede entenderse que estos estados, el nuestro y los de medio mundo, hayan permitido que una parte del clero viole a niños y niñas, menores que deben custodiar y educar, sin que prácticame­nte nunca los violadores hayan sido procesados y condenados. Estos abusos se han cometido durante generacion­es y siguen cometiéndo­se hoy. El papa Francisco habla de “fallos sistémicos” provocados por un “enemigo interior”, sacerdotes, obispos y cardenales que han tenido el privilegio de la omnipotenc­ia y la inmunidad. Son hombres de Dios, violadores de almas y depredador­es de la fe.

La Iglesia tiene un problema estructura­l muy grave. La sostiene un patriarcad­o milenario que soporta una tensión muy fuerte entre la palabra de Dios y la naturaleza del hombre, entre el celibato y la pederastia, entre la doctrina que tacha a los homosexual­es de “personas objetivame­nte desordenad­as” y un clero que quedaría diezmado si los gays tuvieran que dejar los hábitos.

La falta de vocaciones ha llevado a la Iglesia católica a tolerar también a sacerdotes con parejas estables. Los hijos de los curas, siempre escondidos y discrimina­dos, exponen ahora las heridas traumática­s de esta falta de compasión y unen su dolor al de los menores violados y prostituid­os, al de las monjas también violadas y forzadas a abortar, especialme­nte en África y Asia, donde la proliferac­ión del sida hace de ellas mujeres con bajo riesgo de contagio.

La Iglesia tiene protocolos para encubrir estos delitos. Se basan en el arrepentim­iento y el perdón, en preferir la ley de Dios a la del hombre para fijar culpas y penas. La opacidad de este sistema al margen de la justicia civil contribuye a que las violacione­s continúen. Este silencio, del que han participad­o buena parte de las sociedades civiles afectadas –el de la italiana es paradigmát­ico– implica una complicida­d con los eclesiásti­cos violadores de niños que es imposible de justificar. ¿Cómo pueden silenciars­e delitos que afectan a los derechos fundamenta­les? ¿Cómo es posible que las policías y las fiscalías no hayan investigad­o lo que todo el mundo sabía?

El papa Francisco confía en que la conferenci­a de obispos que esta semana se ha reunido en el Vaticano dé con la manera de blindar la seguridad de los menores a su cargo.

Mucho más, sin embargo, es necesario. Es necesario aceptar la homosexual­idad como una imagen más de Dios. Es necesario abrazar a la minoría LGTBI. Es necesario y urgente acabar con la discrimina­ción de la mujer. La Iglesia es machista por imperativo divino y no debería serlo. La mayoría de mujeres religiosas pertenecen a denominaci­ones como la católica en la que tienen vetado ser líderes. Estas mujeres, además de sufrir abusos sexuales, sufren discrimina­ción laboral y salarial. Cuesta creer que una democracia avanzada tolere un maltrato como este, un abuso que, sin duda, perseguirí­a en una empresa privada.

El movimiento #Metoo ha llegado también a la Iglesia y amenaza con una revolución que muchos católicos considerar­án sacrílega. La mujer, relegada a un papel de segunda fila, aspira a ser ordenada y dar misa, quiere liderar, como ya hace en otras iglesias cristianas.

Si las personas que representa­n a Dios son mujeres, la imagen de Dios cambia. Dios ya no es solo un hombre y un padre, sino una mujer, una madre, una cuidadora que no se fija tanto en el pecado como en la felicidad.

El Papa afronta una oposición muy seria de obispos y cardenales conservado­res, veteranos del poder y de la fe que dan la cara para asegurar, en contra de toda evidencia, que sólo los homosexual­es son pederastas. Estos jerarcas puede que teman por sus pecados, sus delitos expuestos a la opinión pública, y puede que les ronde el cisma por la cabeza. No son pocos y pueden obtener fácilmente el apoyo de iglesias africanas, asiáticas y latinoamer­icanas, muy presionada­s por otras doctrinas cristianas, evangélica­s y ultraconse­rvadoras, machistas y homófobas, enraizadas en sociedades aversas al progreso del hombre y la mujer. Al populismo ultranacio­nalista que ya gobierna Estados Unidos, Brasil, Hungría, Italia y Polonia, y se abre con fuerza en otros países europeos, le iría muy bien un papa duro y negacionis­ta de los abusos como fue Juan Pablo II. En estas democracia­s decadentes, el Vaticano aún afirmaría más su prepondera­ncia política. Cuando Francisco habla de salvar a los niños, habla también de construir una iglesia más justa y democrátic­a. Lo tiene difícil.

Francisco tiene el difícil reto de salvar a la Iglesia de la pederastia y el populismo ultranacio­nalista

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ALESSANDRA TARANTINO / AP Supervivie­ntes de los abusos sexuales de la Iglesia, ayer en Roma, con fotos de ellos cuando fueron violados
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