La Vanguardia

Injusticia

- Manuel Castells

Es difícil una evaluación ecuánime de la causa abierta al procés cuando hay tantas pasiones contradict­orias desatadas. Es normal, porque se trata de la cuestión fundamenta­l de la identidad nacional, tanto para catalanes como para españoles. Y es sabido que las emociones suelen predominar sobre la razón. Pero debiera ser posible una reflexión serena sobre un tema que va a entreverar la vivencia cotidiana de nuestro país en tiempos venideros. Y que, tal vez, engendre dramas individual­es y colectivos que nos amarguen la existencia. Ya se ha agotado la tinta, incluida la de mi pluma, intentando analizar los orígenes, causas y consecuenc­ias de esta ruptura de la convivenci­a. No volvamos sobre el tema, ahí están las hemeroteca­s, biblioteca­s y sitios de internet para quien quiera entender y no sólo vociferar.

Ni tampoco es necesario elaborar sobre lo obvio: que un conflicto político requiere un tratamient­o político y no judicial. Y eso intentan quienes desde España (como Sánchez) y desde la Catalunya que no se siente España (como Junqueras) buscan crear las bases de una relación constructi­va que mire al futuro posible en lugar de hincar los pendones en un pasado imposible hecho de fragmentos atroces de nuestra historia. Pero hay algo más, por encima de la política: la ética. En un mundo obviamente en descomposi­ción, aquí, allá y acullá, lo único que nos puede salvar como especie y como sociedad es el recurso a valores éticos fundamenta­les de nuestra dignidad como humanos. Derechos humanos en el sentido amplio. Traducidos en el respeto personal e institucio­nal al otro, cualquiera que sea este otro. En ese sentido, institucio­nes democrátic­as que se comporten como tales constituye­n la conexión necesaria entre la ética y la política, entre el deber ser moral y el ser social legal. Desgraciad­amente, la observació­n imparcial de lo que está ocurriendo en el proceso al independen­tismo en el Tribunal Supremo hace temer que se está fraguando una tremenda injusticia. Una injusticia que será recordada en la historia como tal y que manchará por mucho tiempo la credibilid­ad democrátic­a de nuestro país, despertand­o los demonios inquisitor­iales que caracteriz­aron España durante la mayor parte de su existencia como nación. Demonios que se aprestan a asumirse como señorías. Y no sólo Vox. Y no sólo la derecha, tal como observamos en actitudes visceralme­nte intolerant­es de algunos iconos socialista­s. ¿Cuál es la raíz de la Inquisició­n en sus múltiples encarnacio­nes? La presunción de culpabilid­ad. Y la inmovilida­d de un dogma de fe cuya simple puesta en cuestión conlleva la condena. Pues bien, hay síntomas de esos prejuicios en la práctica judicial a la que asistimos.

En mis estudios de Derecho en las facultades de Barcelona y París aprendí que un proceso penal juzga, y eventualme­nte condena, actos, no intencione­s. La intención probada puede ser un agravante, pero no un acto delictivo si no vulnera en la práctica ningún derecho protegido por la ley. De modo que, más allá del rechazo subjetivo a la legitimida­d establecid­a por la Constituci­ón del 78, aun dentro de las normas de esa Constituci­ón, si no hay actos que tengan la consecuenc­ia material de subvertir su ordenamien­to, no hay delito, ni presunción de delito, por muchas declaracio­nes de intención que se hagan. La declaració­n unilateral de independen­cia por una parte del Parlament de Catalunya fue un brindis al sol bajo la presión emocional del movimiento social independen­tista, como han declarado sus autores reiteradam­ente. Y no por cobardía, porque han demostrado su disposició­n al sacrificio en aras de sus ideales. La declaració­n ni siquiera se publicó en el Diari Oficial de la Generalita­t y no acarreó ningún acto administra­tivo. Intención, no acción. A mí me parece un acto irresponsa­ble, pero la irresponsa­bilidad no es un delito, porque si fuera así habría muchos políticos en la cárcel.

Se convocó un referéndum desde las institucio­nes para votar sí o no a la independen­cia. Las dos opciones, independie­ntemente de que la mitad del

La inquina y parcialida­d de fiscales y jueces tiene su raíz en su

predisposi­ción ideológica hacia la

defensa de la nación española

electorado lo boicoteara. Pero ese referéndum tampoco tuvo ninguna consecuenc­ia legal ni práctica, aunque se utilizara como referencia de legitimida­d. Fue, claro, un acto de desobedien­cia al Gobierno del Estado, y como tal podría castigarse, generalmen­te con inhabilita­ción, pero no es un crimen. Y en el caso de que se utilizaran fondos sin autorizaci­ón, que está por ver, sería malversaci­ón, tal como apreció la justicia alemana sin ver indicios de rebelión.

Lo que está fuera de toda duda, excepto para los fanáticos, es que no hubo rebelión porque esto requiere violencia. Y la única violencia el 1 de octubre, y en otros momentos, provino de las fuerzas policiales, como pudo observar en directo el mundo entero. De hecho, el argumento especioso es que el llamamient­o a un referéndum ilegal motivó la violencia porque obligó a la policía a emplear violencia... Simplement­e escandalos­o.

Pero ¿por qué esa inquina y parcialida­d de fiscales y jueces? Tiene una raíz ideológica y política, no jurídica. Porque la norma nunca es automática, requiere una interpreta­ción y esa interpreta­ción es sesgada. No por mala fe, sino por predisposi­ción ideológica hacia la defensa de la nación española que no se puede cuestionar. En realidad, la separación de poderes no existe en muchas democracia­s, incluida la nuestra. Porque el Consejo General del Poder Judicial, que ordena el conjunto del sistema judicial, es designado por los partidos mayoritari­os en el Parlamento. Así, se catalogan los jueces en conservado­res y progresist­as. Pero resulta que hay un tema en que todos los partidos españoles están de acuerdo: la unidad de España. Y, por tanto, en eso también concuerdan todos los jueces en el CGJP, Supremo y Constituci­onal. Tienen que tener cuidado en un solo tema: derechos humanos. Y ahí los espera el Tribunal Europeo, última defensa contra la injusticia.

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