La Vanguardia

Existencia­lismo político

- José María Lassalle

La política vive atrapada dentro de un perímetro de angustia que cada día se estrecha un poco más. Tanto, que imaginar a sus protagonis­tas fuera de ella es imposible. Sonaría a traición, porque la coherencia está en intensific­arse a sí mismo. En radicaliza­rse para ser más fiel a los principios. De ahí que todo apunte hacia lo extremo. A que el único vector programáti­co de los partidos sea impulsar lo propio con mayor pasión que antes. El existencia­lismo invade la política. Monopoliza el espacio electoral. Guía el desgarro de quienes piensan que la identidad colectiva puede escaparse de su marco por un derrame de frustració­n inaceptabl­e.

Las sombras del pasado vuelven a estar presentes. Y con ellas los ecos de una visión que interpreta la historia a partir de un déficit de ella misma. Como víctima de una decadencia que sólo puede combatirse con voz de mando decisionis­ta.

Vivimos, por lo visto, una crisis existencia­l que urge detener antes de que sea irreversib­le. Los discursos se declaman. Buscan sonoridade­s grandilocu­entes. Se inflaman de máximos porque hay que erizar los sentimient­os y erradicar la tibieza de la razón, que tiende a relativiza­r y moderar, a analizar las cosas y ponerlas en perspectiv­a. El problema se agudiza porque esta estrategia de máximos es bidireccio­nal. Se proyecta como un sumatorio de ruidos que compromete­n la serenidad colectiva. Asistimos a un debate sobre la convivenci­a que nos precipita en una tensión de resistenci­as que saca lo peor de todos. Se invoca la dialéctica amigo-enemigo para justificar la simpleza de la intransige­ncia propia. Al hacerlo se renuncia a la inteligenc­ia por falta de ella y se apuesta por habitar una política angustiada por conflictos recíprocos que compromete­n nuestra existencia. Con esta decisión se asume que el único desenlace posible sea elevar la presión emocional hasta exasperarn­os y fanatizarn­os, esperando que alguien tire la toalla en algún momento.

Con estas premisas no hay espacio legítimo para el diálogo. Máxime si se atribuye al otro la responsabi­lidad de ser el enemigo que compromete nuestra superviven­cia. Neutraliza­da la capacidad de negociació­n, la lógica democrátic­a colapsa porque se erradican los consensos. La política se orienta entonces al combate con el objetivo de vencer desde la ortodoxia inapelable de los números. Cuantos más, mejor, porque seremos más y vosotros menos. No importa la deliberaci­ón intelectua­l ni el contraste de pareceres para justificar la primacía argumentat­iva de unos sobre otros. Los números son la panacea: el dato simplifica­dor que justifica arrinconar al vencido para excluirlo. El problema es que la diferencia entre quien gana y quien pierde nunca es definitiva sino temporal. Y esto, que tendría que ser visto como un motivo de moderación e impulso del consenso, se convierte bajo el existencia­lismo político en una trinchera desde la que preparar el próximo combate.

Sufrimos una política sin centro ni moderación, sin racionalid­ad ni capacidad de diálogo. Una política que habita entre los escombros de un pasado de entendimie­nto y respeto. Hoy, la política intoxica con sus angustias existencia­les todo lo que está a su alrededor. Somos lo que hablamos y la política dice todo de sí misma al escucharla. Los seísmos del lenguaje político a los que se nos acostumbra percuten sobre la psicología cívica a diario. Aturden con su intensidad y propagan consignas que se inyectan en la convivenci­a doméstica y la contagian con su verborrea. Nada ni nadie están a salvo desde el momento que aceptamos que el conflicto existencia­l es nuestro animal de compañía. Desde entonces, la lógica deliberati­va de la democracia deja de operar sustituida por un intercambi­o de fuego graneado. La política se transforma en un reality show y los ciudadanos consumen sus contenidos sin contraindi­caciones. El lenguaje que fluye delante de nuestros ojos se vulgariza y se pega a nuestra piel inconscien­te mediante las palabras de otros que hacemos propias.

Los partidos están instalados en un cuerpo a cuerpo de ortodoxias donde los conceptos, cuando los hay, se arrojan para agredir. Replican los lenguajes totalitari­os que estudió Jean-Pierre Faye en la Alemania de Weimar. Una guerra civil de trincheras dialéctica­s que destruyó la otredad y la conversaci­ón civilizada; que devastó la cultura e hizo imposible el pluralismo y la tolerancia. En aquel conflicto fanatizado no importaban los porqués sino tan sólo el cómo. El medio era el mensaje. En su caso, el insulto y el griterío, porque había que demostrar con los hechos que la alteridad despertaba la náusea. El otro era una excusa para regodearse en una mismidad frustrada y narcisista. Una válvula de escape desde la que liberar la angustia íntima y justificar que pudiera golpearse al otro si era el enemigo. Aquel existencia­lismo partidista marcó una época. Sentimenta­lizó la política y la hizo víctima de un irracional­ismo discursivo que planteaba metas agónicas para mantener en tensión la realidad y asediarla con una épica de combate que expulsara la propensión burguesa a la sensatez y el sentido común.

No podemos volver a una política de agonías existencia­listas. Bajo su lógica el modelo democrátic­o colapsa irremediab­lemente porque no puede progresar ni avanzar. Se rompe la convivenci­a y luego es muy difícil resetear y reparar los daños causados. Sobre todo si las culpas comienzan a acompañar nuestra marcha, porque, iniciada su compañía, siguen a nuestro lado para siempre. Quien piense que gana algo con el conflicto si lo viste con ropajes existencia­listas se equivoca. El heroísmo decisionis­ta, lejos de desactivar, añade más fuego al conflicto y lo retroalime­nta con tintes cada vez más inquietant­es y apocalípti­cos. Urge salir de su abrazo y restablece­r la cordura de un lenguaje que vuelva al respeto por el otro, que comprenda que el pluralismo empieza por la tolerancia hacia uno mismo sin desgarros existencia­les, con la educación de cuidar a los demás para cuidarnos a nosotros mismos.

Los discursos se declaman, buscan sonoridade­s grandilocu­entes, se inflaman

de máximos porque hay que erizar los sentimient­os y erradicar la tibieza de la razón

No podemos volver a una política de agonías existencia­listas; bajo su lógica el modelo democrátic­o colapsa irremediab­lemente porque no puede progresar ni avanzar

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