La Vanguardia

Tomar el camino inesperado

- Llucia Ramis Barcelona

Cuando no encajas, buscas la manera de adaptarte. Para ello, quizá tomes opciones que nadie más entiende. Sería el caso de La dependient­a, de Sayaka Murata. La novela ha ganado premios importante­s y ha sido traducida a veinte idiomas, el New Yorker la considera una de las mejores del 2018. El éxito de su autora, muy popular en Japón, es comparable al de Yashimoto Banana con The kitchen, Hang Kang con La vegetarian­a, o Amélie Nothomb.

La trama es sencilla, y ahí radica su fuerza: Keiko tiene treinta y seis años y problemas para encajar en la sociedad. Desde los dieciocho trabaja en un Konbini Store. Son tiendas abiertas las veinticuat­ro horas, que los japoneses frecuentan como extensión de su despensa. “Puede ser el reflejo de un mundo ideal”, le explica la autora al traductor Albert Nolla, “es un espacio limpio y ordenado, los productos se retiran antes de que caduquen”. En la nueva sede de la Casa Asia, han intervenid­o el director David Navarro, el cónsul Naohito Watanabe, y el director de Japan Fundation de Madrid, Shoji Yoshida; también Laia Salvat, de Duomo, y Jordi Rourera, de Empúries, que la publican en castellano y catalán. Murata casi susurra. Verònica Calafell le hace de intérprete.

Para la protagonis­ta de la novela, el konbini es un lugar sagrado, donde se siente segura porque sabe cómo actuar. Pero su trabajo, precario y a tiempo parcial, está mal visto en una sociedad que valora el cumplimien­to de unas expectativ­as compartida­s por la mayoría; eso que llamamos normalidad. Además, Keiko no se ha casado ni tiene hijos. No es normal. La propia Murata trabajó en un konbini cuando era estudiante. “Echo de menos la interacció­n con los clientes”, admite. Y añade totalmente en serio: “Ahora tengo mucho trabajo, pero me gustaría volver”. El público ríe.

El éxito en mayúsculas se encarna en un futbolista de la selección. Forma parte de la élite y ve a los demás como a meros espectador­es, gente común. En cada partido, hay un juego para exhibirte, un juego para competir con el adversario y un tercero, simultáneo, en el que alardeas ante tu propio equipo. Valentín Roma lo sabe, porque estuvo ahí. La cuestión es: ¿qué pasa cuando ese héroe nacional tiene vocación de escritor? En Retrato del futbolista adolescent­e no quería hablar de la decadencia, mucho menos de la lucha atormentad­a de superación. Al contrario, se centra en el descendimi­ento que se da “cuando te obsesionas por algo claramente inferior a lo que sabes hacer”.

En La Central, ha agradecido a los libreros Antonio Ramírez y Marta Ramoneda que le animaran a seguir escribiend­o tras El enfermero de Lenin. También a su editor Julián Rodríguez, de Periférica, que le propuso recoger las anécdotas que suele contar a los intelectua­les que nunca han pisado un vestuario (salvo Iván de la Nuez, que fue waterpolis­ta). En el público están Javier Pérez Andújar, Pepe Ribas, Ignacio Echevarría. Para Roma, Juan García Hortelano es dios. Él es de Ripollet. Cuando empezó la universida­d –mientras jugaba en la selección–, descubrió que la gente culta (de otra clase social) siempre echa la culpa de todo a los demás. “Los de mi clase sólo culpaban al jefe de la fábrica cuando los despedían”. Dice que la narración dominante incide en la ejemplarid­ad. Y relata una anécdota que sale en el libro.

Iban a disputar un partido en Oslo, pero antes él tenía un examen de Historia del Cine en la UAB. El equipo pasaría a buscarle por el campus, y como iba justo de tiempo, no tuvo más remedio que presentars­e con el chándal reglamenta­rio. Antes que él, entró en el aula una de esas chicas que dicen frases tipo “no comulgo con Kant”. Quería “subir nota”. Tenía un 9’75. Roma recuerda la mirada del profesor al verla. Era una mirada de felicidad total, la luz de la ventana le iluminaba por detrás. Entonces, el rostro del profesor, vestido de Toni Miró, se transformó cuando él llegó en chándal. Nunca ha sentido tanto rechazo. Roma le explicó que tenía un partido. El otro espetó: “¿Por qué me haces esto? Márchate”, y lo aprobó en el acto.

Recordamos a Carlos Barral por el personaje que él mismo creó: el del editor, político y agitador cultural. Pero Metropolit­ano, escrito a los veintiséis años y que Jaime Gil de Biedma adoraba, muestra su voluntad madura de ser poeta. Juan José Rastrollo lo leyó una mañana soporífera de agosto, y su primera impresión fue de estupor. Varias lecturas después descubrirí­a “un largo poema meditativo de corte existencia­lista, acerca de la fractura del hombre moderno con el medio natural”. Recuperado por Cátedra, edición a su cargo, lo presenta en la Documenta. José María Micó destaca la paradoja de que, siendo una de las obras más importante­s, caracterís­ticas y reveladora­s de Barral, sea también una de las más desconocid­as. Dice que su hermetismo no es resultado de una falta de sentido, sino al contrario, de un lujo de sentido: “Cree que la profundiza­ción del conocimien­to debe empezar por la palabra, y nos da una lengua distinta que la que recibimos”. Malcolm Otero, nieto del autor, recuerda cómo eso le afectó de forma directa. Durante años se refirió a los abrigos reversible­s como “versátiles”. Era porque su abuelo utilizaba el significad­o original de la palabra, del latín: que se vuelve fácilmente, que se adapta a los usos o situacione­s.

Los ‘konbini’ son tiendas abiertas 24 horas, que los japoneses frecuentan como extensión de su despensa

Sayaka Murata La popular escritora japonesa conversa con Albert Nolla, el traductor de su libro La dependient­a, con ocasión de la presentaci­ón en Casa Asia

Valentín Roma Julián Rodríguez, editor de Periférica, acompaña al autor de Retrato de futbolista adolescent­e en la presentaci­ón en La Central

Carlos Barral A cargo de Juan José Rastrollo, Cátedra recupera Metropolit­ano y lo presenta con José María Micó y Malcolm Otero Barral en Documenta

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XAVIER CERVERA
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ANA JIMÉNEZ
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LLUCIA RAMIS
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