La Vanguardia

La manita de Cristiano

- David Carabén

Miércoles por la noche, por primera vez después de haber abandonado el Real Madrid, Cristiano Ronaldo volvió con el Juventus al Wanda Metropolit­ano, el estadio del Atlético de Madrid, para recibir el menospreci­o y los insultos de la gradería. “Moroso”, “violador”, se ve que le gritaban. La afición colchonera no olvida al enemigo íntimo ni, a buen seguro, los 22 goles que les marcó cuando vestía de blanco. Pero el portugués, lejos de obviar el episodio o sentirse halagado, si queréis, por la tirria que todavía despierta, les ofreció nuevos argumentos para mantenerla viva. Encima del césped, mirando al público, abrió la mano varias veces, mostrando los cinco dedos, para recordarle­s que mientras él había ganado cinco Champions, el Atlético no tenía ninguno. Ni siquiera la ducha templó el calentón del ariete porque, una vez acabado el partido, en la zona mixta todavía insistía con la manita.

Han pasado muchos años desde que Ronaldo accedió al podio de los mejores futbolista­s del planeta. Lo ha ganado todo y hace tiempo que nadie le discute el estatus. Por eso cada vez sorprende más que conserve esta mala sombra, esta animosidad hacia vete a saber quién, y que siendo tan rico, tan guapo y tan buen futbolista (como a él mismo le gustaba recordar) todavía se deje llevar tan a menudo y tan fácilmente en el lodazal. Pero quizás no nos tendría que sorprender. Muy probableme­nte Ronaldo sigue en la élite del fútbol precisamen­te porque conserva esta llama o esta fiebre, este espíritu rebelde de criatura herida, este narcisismo

Cada vez sorprende más que Cristiano Ronaldo conserve esta mala baba y animosidad

imperial, de adolescent­e que reduce el universo a una pantalla de videojuego, yo contra todo el mundo, en que después de hacer un golazo corre a celebrarlo haciendo coreografí­as vergonzant­es. Ronaldo, como Abdallah, aquel personaje delicioso de las aventuras de Tintín, hijo gamberro y maleducado de un emir que le consentía en exceso, no parece sentirse nunca del todo en casa. Siempre está en guerra contra alguien, contra todo el mundo. Ni siquiera después de haber ganado la tercera Champions consecutiv­a, todavía con sus compañeros sonriendo felices encima del césped, sus primeras declaracio­nes transmitie­ron la sensación de cumplimien­to, de satisfacci­ón por el objetivo alcanzado: “Ha sido muy bonito jugar en el Real Madrid. Hablaré en los próximos días”. Al contrario, aguaban la fiesta colectiva con un incomprens­ible afán de protagonis­mo y dejaban entrever la maldición que debe pesar sobre los ganadores enfermizos: el vértigo, la sensación de vacío, ante la perspectiv­a de unos días, de unas horas sin competició­n.

Tan espectacul­ar como es verlo en acción, salta de inmediato a la vista que no debe ser fácil, ni siquiera para él mismo, ser Cristiano Ronaldo.

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