La Vanguardia

Salarios mínimos

- Alfredo Pastor A. PASTOR,

El aumento del salario mínimo interprofe­sional (SM en adelante) para el 2019 de 734 a 900 euros por mes en 14 pagas es la medida de política económica más trascenden­te de las propuestas hasta ahora por el Gobierno de Pedro Sánchez. Su adopción marcaría una dirección para nuestra economía; sus consecuenc­ias repercutir­ían, con intensidad variable, en todos los ámbitos de la sociedad. Es por ello que vale la pena dedicarle nuestra atención.

La reacción casi mecánica a la propuesta es que un aumento del SM crea desempleo. Esa respuesta tiene, naturalmen­te, un elemento de verdad. La magnitud del aumento (un 22%) hace pensar que el efecto sobre el empleo puede ser apreciable, aunque su impacto exacto no es conocido. Con todo, es una respuesta insuficien­te, porque el efecto posible sobre el empleo no basta para zanjar la cuestión y descartar la propuesta. Veamos por qué.

Admitamos que el aumento del SM cause la pérdida de algunos puestos de trabajo: unos desaparece­rán, otros pasarán a la economía sumergida. ¿Qué empleos serán esos? Aquellos que pertenezca­n a actividade­s que no puedan, o no quieran, soportar unos salarios de 900 euros al mes, equivalent­es a 12.600 euros anuales. Los datos de salarios indican que nuestro salario medio está muy por encima de esa cifra (23.156 euros anuales en el 2016), pero ese promedio oculta grandes diferencia­s, tanto sectoriale­s como regionales: en Andalucía y Extremadur­a, la mitad de los asalariado­s perciben un salario en torno a los 12.000 euros anuales, el 10% más bajo de la distribuci­ón; en Extremadur­a algo menos de la mitad. Los colectivos afectados pueden, pues, ser numerosos, de modo que el SM deberá ser modulado geográfica­mente, como ocurre en otros países de estructura federal, y en algunos casos deberá ser complement­ado, como cuando se trate de empresas de inserción, que pretenden colocar a sus alumnos en el umbral del mercado de trabajo.

Pero la necesidad de complement­ar un aumento del SM con otras medidas no debe hacernos olvidar que España es un país de salarios bajos; nuestro salario medio es un 11% inferior al de Francia, y está muy concentrad­o en la franja de salarios más bajos. Esa estructura salarial no basta para financiar las prestacion­es sociales a las que decimos tener derecho. Miquel Puig ha calculado que, a lo largo de su vida laboral, un mileurista paga con sus impuestos algo menos de la mitad de lo que recibe en prestacion­es de educación, sanidad y dependenci­a; el resto lo pagan los impuestos sobre las rentas superiores a los 1.200 euros/mes, y si falta algo, se financia, de momento, con deuda pública. Ya se ve que esta situación no puede durar eternament­e: “Un mileurista es un mal negocio para la sociedad”, escribe Miquel Puig (Un bon país, p. 155).

Algún empresario dirá que los salarios son bajos porque la productivi­dad es baja. Pero ¿y si fuera al revés? Si su empresa sobrevive con una baja productivi­dad, ¿no será precisamen­te gracias a los bajos salarios? Algunos ejemplos históricos sugieren que ese ha sido a veces el caso. Así, por ejemplo, la mecanizaci­ón del hilado de algodón que está en la raíz de la revolución del textil no empezó en Bengala, que en 1750 producía cuarenta millones de toneladas de hilado de algodón, sino en Inglaterra, que sólo producía dos millones, y eso fue sencillame­nte porque, comparados con el precio del capital, los salarios eran mucho más altos en Inglaterra, de modo que sólo la mecanizaci­ón permitía competir a los ingleses. Años más tarde, cuando la tecnología era perfectame­nte conocida, había muchos más telares mecánicos en Inglaterra que en Francia, donde un nivel de salarios algo inferior hacía que el incentivo a ahorrar mano de obra no fuera tan apremiante. No hace falta decir que en Bengala no se había instalado ninguno, no por razones culturales o políticas, sino porque no salía a cuenta. En resumen: un salario alto puede estimular, no el despido, sino la innovación, y un salario bajo puede desembocar en una economía cómodament­e instalada en actividade­s de baja productivi­dad, con prestacion­es sociales rudimentar­ias, y con empresario­s que invierten sus excedentes en comprar pisos ya construido­s. Nuestro país no soportará por mucho tiempo una economía así.

Un aumento significat­ivo del salario mínimo es, ante todo, una señal que marca la dirección en la que el Gobierno quiere que se mueva nuestra economía. A mi entender, es una señal acertada. En un país tan diverso como el nuestro hay pocas medidas económicas que puedan generaliza­rse. Como he indicado, esta necesita ser modulada; en su aplicación hay que escuchar las voces de las regiones y de los sectores. La resultante de tanto escuchar ha de ser un movimiento ascendente de nuestros salarios. La reacción, no un aumento del paro, sino un aumento, perfectame­nte posible, de la productivi­dad. Es el camino seguido por aquellos países a los que queremos parecernos.

Un movimiento ascendente de sueldos puede traducirse en un aumento perfectame­nte posible de la competitiv­idad

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PERICO PASTOR

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