La Vanguardia

Silencios en una foto

- Jordi Amat

Es viernes y oscurece dialogando sobre Catalunya en la Casa de la Buelga, en Langreo. Hace décadas la ciudad fue capital de la cuenca minera del valle del Nalón. Los amigos que me acogen mantienen viva una asociación que conecta a la población asturiana con los debates del mundo. Al llegar me muestran edificios de ladrillo rojo que son recuerdo de la arquitectu­ra industrial, allí se levantaban chalets para los ingenieros, y desde el coche señalan con el dedo los puntos de luz en la montaña que son las antiguas casas improvisad­as de la gente que hace medio siglo llegó para ganarse el pan. En 1960 casi alcanzaron los 70.000 habitantes, pero a partir de entonces la curva demográfic­a empezó a decrecer. ¿El presente? El presente es una térmica con fecha de apagado, alguna industria que da trabajo (menos que antes) pero sigue contaminan­do y una conversaci­ón sobre la mala planificac­ión del pasado a la hora de usar las ayudas al desarrollo que se concediero­n para salvar la comarca: se construyer­on carreteras y se salvó el río, pero cada año pierden 400 vecinos de media.

Cuando empiezo a hablar no sé qué piensan sobre el procés las 50 personas de edad media que han venido a la Casa de la Buelga, pero me marcharé con dos ideas: el mito de Catalunya como sociedad adelantada se les ha caído a los pies, a la vez que rechazan el escarmient­o contra los líderes encarcelad­os porque, de hecho, son críticos con la gestión estatal del conflicto y les parece escandalos­o el alargamien­to de la prisión preventiva. Es la misma vivencia del problema que noté hace unos meses en Sevilla, durante la celebració­n de unos diálogos entre catalanes y andaluces comprometi­dos que a principios de abril se repetirán en el Palau Macaya de Barcelona. A menudo confundimo­s la realidad de un país con un tuit y el despropósi­to de un dirigente político con el silencio de una sociedad adulta. Su voz no se escucha, pero en España está. Hoy, cuando se vea la fotografía transversa­l de protesta contra el encarcelam­iento injusto de Jordi Cuixart, también se debe sumar el rostro entristeci­do de miles de ciudadanos españoles. Porque nuestra democracia, así lo sienten, también es la suya.

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