La Vanguardia

Arqueologí­a de Loewenstei­n (II)

- Josep Maria Ruiz Simon

El fascismo se puede definir de muchas maneras. Para Loewenstei­n, el fascismo no es una ideología, sino una técnica política. Y, más en concreto, una técnica política orientada a la movilizaci­ón emocional de los ciudadanos. Esto no significa, evidenteme­nte, que en el discurso del fascismo no se encuentren ideas, sino que, en este discurso, las ideas tienen un carácter instrument­al y que, por esta razón, cuando conviene, pueden sustituirs­e por otras que resulten más eficaces para movilizar las emociones y conquistar o conservar el poder por medio de esta movilizaci­ón. Esta manera de considerar el fascismo no pone en el punto de mira el contenido de un programa, sino la forma de la propaganda. Y, según Lowenstein, lo que caracteriz­a formalment­e la propaganda fascista es el recurso incendiari­o a las repeticion­es, a las exageracio­nes y a las simplifica­ciones excesivas para generar una materia emotiva y sentimenta­l políticame­nte manipulabl­e. Un recurso que va del brazo del señalamien­to de objetivos muy perfilados (judíos, masones, banqueros, ...) para focalizar el descontent­o. Y también, cuando el fascismo no tiene el poder, del aprovecham­iento de los episodios de desafío al Estado para alimentar sentimient­os de persecució­n, traición y martirio.

Esta caracteriz­ación del fascismo puede parecer demasiado imprecisa a primera vista. Pero quizás sea insensato desdeñarla precipitad­amente. Lowenstein no habla

La movilizaci­ón intensiva de las emociones vuelve a ser uno de los problemas de la democracia liberal

del fascismo como un historiado­r o un ensayista alejado generacion­almente de unos hechos que solo conoce a través de los libros y otros documentos. Es un intelectua­l alemán de origen judío que ha vivido el proceso de la conquista del poder por los nazis y que, en 1937, desde el exilio, reflexiona sobre cómo puede evitarse que procesos parecidos lleguen al mismo puerto. Y, para él, la forma, una forma totalmente orientada a la movilizaci­ón de las emociones, es el contenido del fascismo. El hecho de que esta forma que él reconocía como fascista se asemeje a algunas formas de la política actual es evidenteme­nte otro tema. Este tema no es el de Loewenstei­n, sino el nuestro. Y tiene varios apartados. No se trata sólo de la derecha populista, que recicla ideas que ya había instrument­alizado el viejo fascismo. También puede ser el tema de aquella izquierda que apuesta estratégic­amente por propuestas populistas como las de Laclau, que parecen rigurosame­nte pensadas a partir de la definición del fascismo de Loewenstei­n. O el de los movimiento­s sociales que promueven una dictadura del corazón poniendo toda la carne en el asador de la movilizaci­ón emocional. O el del nacionalis­mo que convierte la exacerbaci­ón artificial de las emociones y la explotació­n de los sentimient­os en su principal método de trabajo. Aunque, para ellos, los fascistas son siempre los otros, todos ellos también podrían ser fascistas según la definición de Loewenstei­n. Que el fascismo se pueda definir de muchas maneras no hace impertinen­te preguntars­e si la política orientada a la movilizaci­ón intensiva de las emociones no vuelve a ser uno de los grandes problemas de la democracia liberal.

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