La Vanguardia

Sociedad civil y Parlamento

- Xavier Arbós

Carme Forcadell y Jordi Cuixart fueron interrogad­os ayer en el Tribunal Supremo. Ambas personalid­ades aparecen ante nosotros como representa­ntes de dos elementos de la democracia: las institucio­nes y una asociación que practica el activismo político. Òmnium Cultural, con más de medio siglo de historia, ha pasado de la defensa de la lengua y de la cultura catalanas a la lucha por la independen­cia; eso es lo que sus socios han querido, y están en su derecho. Oyendo ayer a Jordi Cuixart, que lo sigue presidiend­o, nos imaginábam­os una organizaci­ón no gubernamen­tal movilizada en favor de la democracia con métodos de desobedien­cia civil. Carme Forcadell, por su parte, era la presidenta del Parlament en los momentos en que ocurrieron los hechos que se enjuician. En la medida en que el procés transcurri­ó por vías institucio­nales, asumió un protagonis­mo inevitable. Ayer, Carme Forcadell se expresó con mayor sobriedad ideológica que Cuixart, situándose en la posición que ocupaba y centrándos­e en sus deberes y obligacion­es de entonces. Lo hizo mostrando buenos argumentos de derecho parlamenta­rio y, por cierto, sin atacar a la Constituci­ón; al contrario, se acogió a ella, junto a los tratados internacio­nales sobre la materia, como garantía de los derechos humanos. Creo que hay que dar todo su valor a esa referencia.

Jordi Cuixart y Carme Forcadell se sientan juntos como acusados. El primero sostuvo enfáticame­nte el derecho a la protesta. La segunda, con parecida determinac­ión, mantuvo que se ajustó siempre a la normativa. Ambos planteamie­ntos tienen su lógica en la defensa. Los simples ciudadanos podemos hacer todo aquello que no está prohibido. Quienes están al frente de las institucio­nes, en cambio, sólo pueden hacer lo que las normas les permiten. Sin embargo, parece que a lo largo del procés ha calado en algunos sectores de nuestra sociedad la idea de que las autoridade­s pueden hacer lo que consideren oportuno, salvo que exista una prohibició­n expresa contraria. Es un grave error que se trasmita ese mensaje, un error inconcebib­le en quienes tienen a su disposició­n asesorías jurídicas que lo saben perfectame­nte.

En el juicio que nos ocupa, el principio de legalidad obliga a respetar las reglas elementale­s del procedimie­nto penal: quien acusa debe probar los delitos que se imputan a los procesados. Ya se verá más adelante si las acusacione­s lo han conseguido. Una democracia vigorosa requiere de ciudadanos que ejerzan plenamente sus derechos. Pero, con vistas al futuro, recordemos también a quienes ostenten cargos públicos que no deben ignorar los límites de sus atribucion­es. Eso también es una garantía de los derechos, especialme­nte de los de las minorías.

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Catedrátic­o de Derecho Constituci­onal de la Universita­t de Barcelona

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