La Vanguardia

La pregunta que falta

- Enric Juliana

El 26 de octubre del 2017, al filo de las dos de la tarde, el presidente de la Generalita­t de Catalunya, Carles Puigdemont, envío un mensaje de texto al teléfono móvil del presidente del Gobierno vasco, Iñigo Urkullu. Corto y dramático, el mensaje decía lo siguiente: “Tengo una rebelión entre los nuestros. No puedo aguantar”.

En ese breve mensaje, de cuyo contenido informó La Vanguardia al cabo de unos días (edición del 5 de noviembre del 2017), estaba la clave del desastre que se le venía encima a la Generalita­t de Catalunya. La historia no se repite, pero rima, decía el escritor norteameri­cano Mark Twain. Octubre del 2017 fue un octubre de 1934 posmoderno.

Puigdemont le comunicaba a Urkullu que no podía mantener en pie el compromiso de convocar elecciones para mantener indemne el precinto de la Generalita­t recuperada en 1977. Centenares de jóvenes congregado­s en la plaza de Sant Jaume le estaban gritando “¡traidor!”. Un escueto tuit del diputado de Esquerra Republican­a, Gabriel Rufián, corría como la pólvora en las redes sociales: “155 monedas de plata”. Algunos consellers y algunos diputados-alcaldes del PDECat imploraban al candidato a Judas que no convocase elecciones ante el temor a ser arrasados por Esquerra en las urnas. La plaza, la red y el partido. No era fácil aguantar.

En aquellos días fatídicos, Urkullu resumió todas sus gestiones de mediación en un memorándum entregado al Euskadi Buru Batzar, comité ejecutivo del Partido Nacionalis­ta Vasco, de cuyo contenido también informó este diario (edición del 27 de noviembre del 2017).

Puigdemont no pudo aguantar, esto queda claro, pero ocurrió algo más. Temeroso de las presiones adversas, la mañana del 26 de octubre, el presidente de la Generalita­t pidió garantías de que no se iba a implementa­r el artículo 155 si convocaba elecciones. Pedía algún tipo de declaració­n del Gobierno de Mariano Rajoy. Un gesto que le permitiese afrontar la presión. La vicepresid­enta Soraya Sáenz de Santamaría fue informada y, según fuentes conocedora­s de las conversaci­ones de aquellos días, habría respondido lo siguiente: “Me parece razonable”. Presionado por el ala dura de su partido, a Rajoy no le pareció tan razonable. El presidente del Gobierno era renuente al 155 –el lehendakar­i lo explicó bien ayer– pero no se fiaba de Puigdemont. No hubo ni declaració­n, ni gesto. Con su silencio, Rajoy emplazaba a Puigdemont a saltar sin red antes de que se reuniese el pleno del Senado. Tu te mueves y después me muevo yo.

Ni las defensas, ni la acusación han tenido especial interés en preguntar sobre este agónico capítulo del 26 de octubre.

Puigdemont se rajó, pero Rajoy no quiso ofrecerle un gesto, que Sáenz de Santamaría no veía mal

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