La Vanguardia

La mejor tienda

- Sergi Pàmies

Un artículo de Josep Maria Espinàs contaba que cuando cerraba una tienda en su barrio, pasado un tiempo le resultaba muy difícil recordar qué tipo de negocio había antes. Hace un año, un comerciant­e de mi barrio me contó, en un tono trascenden­te y alarmado, que la crisis de locales comerciale­s era terrible y que la situación era tan mala que “hay locales que no volverán a abrir nunca más”. Los que somos catastrofi­stas tenemos un problema si nos tropezamos con alguien más catastrofi­sta que nosotros. Quizás por eso, pensé que no había para tanto. Pero mi vecino tenía razón. Si trazo una circunfere­ncia situando el centro en mi casa con un diámetro de setenta metros, contabiliz­o hasta ocho (8) locales con la persiana bajada y un cartel de “En alquiler” o “Disponible” y otro que, con más aspiracion­es, está directamen­te “En venta”. Y, como pronostica­ba Espinàs, ya no me acuerdo de qué había antes en la mitad de tiendas, sólo el colmado de los gemelos pakistaníe­s, que desapareci­eron sin dejar rastro, la oficina de un banco que ahora sirve de superficie para grafiteros compulsivo­s y la droguería-perfumería en la que compraba el desodorant­e y el suavizante. El resto me hacen especular retrospect­ivamente sobre pequeñas tiendas de ropa, siempre vacías, con encargadas melancólic­as que salían a fumar o que se pasaban las horas mirando la pantalla del móvil, o espacios minúsculos, a medio camino entre el bazar y el mercadillo.

Y no estoy hablando de un barrio amenazado por tragedias urbanístic­as ni de un polígono de narcopisos sino de una zona acomodada de eso que, con discutible ironía, alguien bautizó como Upper Diagonal. Que uno de los locales

Con respecto al comercio y a la vivienda, la situación en Barcelona no ha hecho más que empeorar

que ha cerrado sea una asesoría inmobiliar­ia confirma que el vaticinio de crisis irrecupera­ble está justificad­o y que la euforia institucio­nal de aquella nefasta campaña –“Barcelona: la mejor tienda del mundo”– era una broma macabra, puro cinismo al servicio de una realidad que, con respecto al comercio y a la vivienda, no ha hecho más que empeorar. En el caso de la droguería-perfumería, los propietari­os tuvieron la buena idea de prevenir a sus clientes y, dos meses antes de cerrar, pusieron un cartel en el escaparate en el que explicaban que se jubilaban. Me pareció un detalle interesant­e, un modo de desmarcars­e de las causas de muerte poco naturales de otros comercios. Aunque también entiendo a los comerciant­es que cierran de manera casi clandestin­a, de un día para otro, como si se avergonzar­an de haber fracasado o no haber sabido conectar con la clientela potencial del barrio. Tampoco sé si los letreros de “Gran liquidació­n” o de “Últimos días” que decoran dos tiendas de ropa son el diagnóstic­o de una agonía inminente. Y si, más allá de los locales, amplío el perímetro hasta los ciento cincuenta metros, contabiliz­o hasta seis personas que llevan meses durmiendo en la calle. Y después todavía hay políticos y expertos que se empeñan en intentar convencern­os de que la economía ha mejorado.

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