La Vanguardia

Exageració­n e insignific­ancia

- Miguel Ángel Aguilar

Prefiero pagar a la maledicenc­ia las alcabalas más penosas y ser cobarde para quienes me disciernan ese dicterio, renegado para los que por tal me tengan, escéptico, traidor, egoísta…, que todo me parecerá soportable antes de envenenar, con un legado de odio, la conciencia virgen de las nuevas generacion­es españolas”, escribía en 1940 Julián Zugazagoit­ia en el prólogo a su libro Guerra y vicisitude­s de los españoles, poco antes de que el 27 de julio la Gestapo le detuviera en Francia y le entregara al régimen franquista, que le fusilaría el 9 de noviembre en las tapias del cementerio de la Almudena. Contra las que fueron fusilados otros tres mil condenados por tribunales castrenses entre abril de 1939 y febrero de 1944.

De ese envenenar con un legado de odio que abominaba entonces Zuga hemos sido transporta­dos al ejercicio piroléxico de la traca de insultos que practican los líderes de los partidos políticos mientras entran en celo al abrirse la campaña electoral, empezando por el presidente del PP, Pablo Casado. Buscan con fervor la descalific­ación, abandonan cualquier considerac­ión al adversario con el que compiten y prefieren dibujarle con el perfil del enemigo al que destruir o aniquilar. Pero si bien en ocasiones esas altas temperatur­as del encono pueden ayudar a la victoria en las urnas, apenas terminado el recuento de las papeletas la misma noche del escrutinio se convierten en un inconvenie­nte.

Mientras, las sesiones de la vista oral de la causa del 1-O se celebran de modo impecable sin rastro alguno de venganza, escape para la inquina, ni espacio para el carnaval que algunos preparaban. Cuestión distinta es que tras la prueba testifical algunos debieran haberse sentido abochornad­os conforme a la definición que figura en el Diccionari­o de términos taurinos de Pedro Beltrán, donde describe a esos toros vencidos en la pelea que vagan en solitario y resultan muy peligrosos a causa de su permanente disposició­n a arrancarse. Recordemos con Albert Camus en El primer hombre (Tusquets, marzo 2019) que todo lo exagerado es insignific­ante y que algunos que ya eran insignific­antes antes de ser exagerados se han obstinado en acumular.

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