Por encima de dios
El primer ministro Li Keqiang defiende la “chinización” de la religión en el país
El Partido Comunista Chino no quiere que la religión escape de su control, es por ello que ha iniciado una política destinada a chinizar los cinco credos reconocidos, que han vivido un importante auge de seguidores en los últimos años.
En China, el Estado –y por ende, el Partido Comunista chino (PCCh)– está por encima de todos y de todo, incluidas las religiones. Su presidente, Xi Jinping, ya lo ha dejado claro por activa y por pasiva, como cuando en abril del 2016 aseguró que es labor del partido “guiar y educar a los círculos religiosos y sus seguidores con los valores socialistas”, un mensaje que volvió a repetir en octubre del 2018.
Este martes, el primer ministro chino, Li Keqiang, volvió a la carga. “Debemos implementar plenamente la política fundamental del partido sobre los asuntos religiosos y defender la chinización de la religión en China”, dijo durante su particular discurso sobre el estado de la nación, en el que advirtió de los negros nubarrones que se avecinan. Creer, sí; rezar, también; pero siempre bajo la tutela de las autoridades y en línea con la cultura china.
Los cinco credos reconocidos por las autoridades viven momentos excepcionales en una China oficialmente atea. Los templos están más llenos que nunca; las comunidades de fieles se multiplican; y los lugares sagrados reciben miles de visitantes. Según diferentes estimaciones, se cree que un 18% de sus cerca de 1.400 millones de habitantes son budistas y que un 22% sigue creencias relacionadas con el taoísmo. Además, en el país conviven unos 20 millones de musulmanes y, oficialmente, otros 40 de cristianos, aunque hay quien eleva esta cifra por encima del doble.
Es precisamente ese auge experimentado en los últimos años lo que las convierte en sospechosas a ojos de las autoridades, recelosas de cualquier movimiento social que pueda poner en entredicho su autoridad o sus decisiones. De entre todos ellos, de los que menos se fían es de los credos foráneos (islam, protestantismo y catolicismo), vistos como una posible herramienta para ciertas fuerzas extranjeras con la que tratar de alterar o subvertir el sistema.
“El Estado puede ser un generoso benefactor, ayudar a reconstruir templos, entrenar a nuevos clérigos budistas o taoístas y establecer intercambios internacionales con fieles de otros países. Pero para quienes no cuentan con su favor, como es hoy en día gran parte de los cristianos y musulmanes, el Estado puede ser duro, establecer campos de reeducación, demoler mezquitas e iglesias y perseguir a sus líderes”, explicaba el experto en la materia Ian Johnson en un reciente artículo de Foreign Affairs. La situación es particularmente acuciante en la región noroccidental de Xinjiang, donde un millón de uigures, kazajos y otras minorías musulmanas han sido internados en campos de reeducación, forzados a jurar lealtad al partido y a abandonar ciertas prácticas religiosas en nombre de la lucha contra el extremismo y el terrorismo. En el de las confesiones cristianas, lo que preocupa a las autoridades son las iglesias “subterráneas” o “clandestinas”, que van por libre y se niegan a aceptar las directrices de las organizaciones “patrióticas” oficiales.
Pese a las críticas recibidas, todo apunta a que Pekín planea seguir atándolas en corto. Para ello, cuentan con algo tan comunista como los planes quinquenales aprobados recientemente para chinizar estas creencias, que les siguen vetadas a los miembros del PCCh. Porque como dijo Wang Zuoan, director de la Administración para Asuntos Religiosos, “la fe religiosa es una línea roja para cualquier militante”, cuyo credo tan sólo debe ser “la fe del partido”.
Los templos están más llenos que nunca y se calcula que un 18% de los habitantes profesa el budismo