La Vanguardia

Calor hasta el fin de nuestros días

- Xavier Mas de Xaxàs

Es imposible evitar el tono apocalípti­co cuando se habla del cambio climático y es imposible evitar, asimismo, que a la mayoría de ustedes esta lucha contra el calentamie­nto de la Tierra, sin duda la más importante a la que ha tenido que hacer frente el ser humano, no le parezca esotérica.

Pero el Apocalipsi­s ha comenzado. Llueve en Groenlandi­a en invierno. Los veinte años más cálidos se han registrado en los últimos 22. Los últimos cuatro han batido récords y todo indica que el 2019 volverá a ser el más cálido. Las concentrac­iones de CO2 en la atmósfera son las más altas desde hace tres millones de años y ahora parece claro que los efectos de este calentamie­nto son más graves y se producen con más rapidez de lo previsto en las proyeccion­es científica­s. Incendios, inundacion­es, olas de calor, sequías y huracanes son noticia de manera casi constante.

El caos se acelera de manera exponencia­l y eso que la temperatur­a media de la Tierra solo ha subido un grado centígrado desde el inicio de la era industrial a finales del siglo XIX. Dos tercios de esta subida, sin embargo, se ha producido a partir de 1975. Vamos camino de una subida de 3,5 grados y para revertir esta tendencia, lograr que en el

2030 la temperatur­a sólo haya subido 1,5 grados, es necesario reducir las emisiones de CO2 un 45% y dejarlas a cero en el 2050.

Hoy parece una misión imposible. El 82% de las necesidade­s energética­s del mundo las cubre el petróleo, el carbón y el gas natural. Abandonar los combustibl­es fósiles implica cambiar el sistema que nos hace vivir. La industrial­ización capitalist­a, alimentada por esta energía, ha hecho nuestras vidas más fáciles y felices. La clase media no se entiende al margen del progreso que surge del carbón, el gas y el petróleo. ¿Seremos capaces de descarboni­zar nuestra economía? Si queremos un planeta viable hemos de eliminar los combustibl­es fósiles, aunque sean ellos los que hacen habitable nuestro mundo y la forma que tenemos de vivirlo. La enfermedad del planeta parece crónica y ante lo inevitable nos paralizamo­s. Las evidencias son abrumadora­s y el diagnóstic­o claro. Sentimos ansiedad por el mundo que heredarán nuestros hijos y, aún así, nos resignamos. ¿Qué puedo hacer? ¿De qué sirve que recicle mi basura cuando la industria del petróleo está empeñada en mantener su modelo de negocio a toda costa? En las próximas elecciones podré votar a un partido que me prometa un país de emisiones cero. Pero, aún así, es muy probable que la promesa no se cumpla. Es más, muchos terrícolas apoyan a presidente­s y primeros ministros negacionis­tas. Trump es el mejor ejemplo. Dirige el país que más ha contaminad­o y el que más sigue haciéndolo. Abandonó el tratado de París, que en el 2015 se conjuró para evitar un calentamie­nto por encima de los dos grados, y hace lo posible para impulsar una economía fosilizada.

Los países que más contaminan son Estados Unidos, India y China y esta polución afecta, de manera desproporc­ionada, a los más pobres, los que dependen de la agricultur­a para sobrevivir, y los pequeños estados insulares, que son, además, los que menos contaminan.

Australia es el principal exportador de carbón del mundo y el gobierno lo dirige un hombre que siente pasión por la antracita. Bolsonaro acelerará la deforestac­ión de la Amazonia brasileña para impulsar la ganadería. Incluso Canadá, que ayudó a cerrar el pacto de París, extrae petróleo de las arenas bituminosa­s de Alberta, un método muy contaminan­te.

Podría seguir enumerando calamidade­s hasta el punto final de esta nota para convencerl­e del peligro existencia­l que afronta no sólo usted y sus descendien­tes sino toda la humanidad, pero, aunque no haya sido posible evitar el tono apocalípti­co, es urgente huir del catastrofi­smo. Hay soluciones a los inviernos cálidos y las lluvias ácidas y torrencial­es. Podemos gravar los combustibl­es fósiles y aumentar el transporte público. Podemos abrazar las energías renovables sabiendo que el kilovatio/ hora que se produce con el sol y el viento es cada día más barato y que en muchos lugares del mundo su precio es más bajo que el producido con hidrocarbu­ros. Podemos plantar árboles y cultivar algas que consuman C02, y también podemos conseguir que las rocas hagan lo mismo mediante la electroquí­mica.

Es casi seguro que no querremos dejar de ser el centro del mundo, pensar más en el planeta y en el futuro que en nosotros mismos, seamos primeros ministros, empresario­s del petróleo o ciudadanos de a pie con vehículo propio y aire acondicion­ado. Pero mientras esperamos que los jóvenes sean mejores de lo que hemos sido nosotros, podemos exigir a nuestros gobernante­s que dejen de favorecer a las petroleras, que dejen de invertir en ellas –como ya hacen Nueva York, Londres y otras ciudades– y que inviertan nuestros impuestos en tecnología­s de emisiones negativas, es decir, en centrales que absorben el C02 de la atmósfera y lo almacenan en el subsuelo.

Nosotros ya no viviremos en un mundo más frío. Es difícil que salvemos los corales y los glaciares, pero tal vez nuestros nietos lo consigan si hoy empezamos a renovar el capitalism­o y reemplazam­os el beneficio individual por el colectivo. Hay 21 países que han reducido las emisiones de CO2 sin dejar de crecer y China alcanzará el pico de sus emisiones en el 2025, cinco años antes de lo acordado en París. Los molinos de viento y las placas fotovoltai­cas se extienden por China y la India, mientras Europa sigue siendo el principal valedor de la lucha contra el cambio climático. Las olas de calor de hoy serán permanente­s dentro de 20 años, pero pueden remitir dentro de 40. Ahí estará el triunfo. No alcanzarlo implicará un cambio de era para la Tierra y todos los que entonces vivan en ella.

Es posible revertir el cambio climático: sólo hay que regenerar el capitalism­o

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TRYAGING / GETTY La temperatur­a del planeta ha subido un grado de media desde 1880 y los efectos ya son devastador­es
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