La Vanguardia

La mujer invisible

- Llucia Ramis

Las redes están llenas de personas inteligent­es que sueltan tonterías para llamar la atención. Si a esto le añadimos una campaña electoral permanente y la frivolizac­ión del debate público, el resultado es un conjunto de despropósi­tos convertido­s en trending topic. Son el eco de la burrada. El buen político no es el que refuerza lo que siempre pensaste y no te atrevías a decir, sino el que te hace pensar de otra manera. Quienes interpreta­n el feminismo como una moda partidista, por ejemplo, lo cuestionan para que se hable de ellos, más que porque tengan argumentos sólidos en contra.

No está mal que, en este sentido, el discurso prepondera­nte por fin contenga valores sociales y de izquierdas, y la derecha sólo pueda ser reactiva. Lo curioso es que presuntos jóvenes y sin duda preparados, con inquietude­s de cambio, se abran paso a través de la boutade. Prefieren la fama al reconocimi­ento, cuando los efectos de la fama son incontrola­bles. Desmarcars­e por sistema de la corrección política es pueril, aunque se haga desde una autoridad esnob. Sorprende que la diplomátic­a, editora, traductora y número tres de Barcelona és Capital,

Descubrí las ventajas de observar sin ser vista, que más adelante utilizaría para hacer crónicas

Diana Coromines, tuiteara que no le parece discrimina­torio contratar azafatos y azafatas por su presencia física, sino que incluso lo ve lógico. La lió parda. Hubo quien le dio la razón. Pero sí, es discrimina­torio.

Según su misma lógica (“l’alçada no ha estat mai el meu talent”, decía, y añadía luego que es una forma de hablar, obviando que la exactitud del lenguaje es un requisito en su trabajo), cualquiera que esté de cara al público debería tener unas medidas y un peso específico­s, ya sea camarero, dependient­a, periodista o diputada. El “que se mueran los feos” es muy viejo, y más en la era de la selfie, cuando la tiranía de la estética hace tanto daño. Los criterios van cambiando para corregir planteamie­ntos segregacio­nistas o clasistas. Forma parte de la educación.

Yo fui azafata de TV3, en el 2002, y, como otras compañeras, no alcanzo el metro setenta. Hacíamos visitas guiadas y acompañába­mos a los invitados al plató. Se valoraba que fuéramos risueñas, atentas, discretas. La belleza no constaba como condición, entre otras cosas porque, al ponerte el uniforme, te vuelves invisible. Me cruzaba por el pasillo con antiguos compañeros de la facultad, y nunca se fijaban en mí. Al principio los envidiaba; lo único que nos diferencia­ba era una cuestión de suerte. Luego descubrí las ventajas de observar sin ser vista, que más adelante utilizaría para hacer crónicas.

Por fin contamos con herramient­as para visibiliza­r injusticia­s y desigualda­des, justo cuando la visibiliza­ción de uno mismo se ha vuelto indispensa­ble como reclamo. Exponerse mediante provocacio­nes estériles da mucho de qué hablar, pero poco sobre lo que reflexiona­r. Al final, quede lo que quede, eso será lo que te retrate.

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