Una mirada poética
Fundación Catalunya-La Pedrera recorre la extraordinaria trayectoria del valenciano Gabriel Cualladó
La Fundación Catalunya-La Pedrera recorre la extraordinaria trayectoria del fotógrafo valenciano Gabriel Cualladó, primer galardonado con el premio Nacional de Fotografía en 1994.
Ni Goya, ni Velázquez, ni Rembrandt. Os reto a que en toda la historia del arte encontréis un autorretrato mejor que este”, desafía el fotógrafo y profesor Antonio Tabernero. Estamos en La Pedrera, al inicio de la exposición Cualladó esencial, y el rostro de Gabriel Cualladó emerge de la oscuridad con expresión triste, como si contemplara algo que no alcanzamos a ver. Viste camiseta imperio que acentúa su desarmante desnudez y se siente afable y silencioso, cercano pese a un halo de misterio. Le miramos a los ojos y él nos devuelve una mirada franca y honesta. Como toda su obra.
Gabriel Cualladó Massanassa (València, 1925–Madrid, 2003) se retrata en su casa, con la mano izquierda reposando sobre una mesa con tapete. Tiene 33 años, dirige la empresa de transportes cuyos camiones atraviesan España con su apellido rotulado en el remolque (la heredó de su tío, pero había empezado como recadero) y hace sólo siete que se ha descubierto a sí mismo como fotógrafo, cuando compra su primera cámara, una Capta, para fotografiar a su hijo recién nacido. Cualladó se convertiría en poco tiempo en uno de los grandes de la fotografía española, pero también en una de sus figuras más escondidas y singulares, aún hoy pendiente de descubrir para un público amplio.
“Mis fotos respiran una profunda tristeza. ¿Influencia de mi carácter? ¿Es la vida auténticamente..., desgraciadamente, así? No lo sé. Ahí están mis obras”, Cualladó era un hombre discreto y de pocas palabras, dice Tabernero, pero sus imágenes “hacen célebre las palabras de Català-Roca según las cuales la fotografía está más cerca de la literatura que de la pintura”. “El vacío y el silencio forman parte de su obra”, añade el comisario, para quien además de su dimensión poética y su extraordinaria libertad de expresión, la obra de Cualladó posee la extraña capacidad de mostrar “elementos no perceptibles” que acaban confrontándonos con nosotros mismos.
Cualladó esencial, organizada en colaboración con la Comunidad de Madrid y que pudo verse el pasado año en la sala Canal Isabel II, en Madrid, reúne cerca de 140 imágenes procedentes en su mayoría del archivo familiar, y museos como el Reina Sofía o el IVAM. Cualladó no se echa a la calle con afán documentalista sino que centra su mirada en su entorno más cercano, sus padres, su hija, la Niña, a la que retrata ensimismada peinándose o sumida en su mundo mientras pasea por un bosque de Asturias; a amigos como Xavier Miserachs, apoyado en la pared de un pasillo solitario con un ramo de flores en la mano el día de boda de Ramón Masats, o la Hija de Jesús, el retrato de una niña sentada de lado, con la cara en sombra, ajena por completo a la cámara, como casi todos sus modelos.
“No intervengo en la actitud de los sujetos que fotografío. Es más bien al revés: es su actitud lo que me da la clave de si la imagen me interesa o no”, decía Cualladó, que a menudo centró su objetivo en los niños, a los que se acerca desde la ternura y la humanidad (el enano con el que se cruza en la madrileña plaza Mayor o la Gitanilla que le deslumbra en un vertedero, cuya proximidad contrasta con la dureza de los positivados.
Cualladó formó parte del grupo Afal que impulsaron, desde Almería, Carlos Pérez Siquier y José María Artero, y al que se unieron Ramón Masats, Ricard Terré, Oriol Maspons, Paco Gómez, Xavier
“Mis fotos respiran una profunda tristeza. ¿Influencia de mi carácter? ¿Es la vida así? Ahí está mi obra”
Miserachs, o Leopoldo Pomés, y a partir de 1959 del colectivo La Palangana. Fue el primer galardonado, en 1994, con el premio Nacional de Fotografía, y un pionero del coleccionismo que reivindicó la fotografía como género artístico. Se sentía cercano a Eugene Smith y, como él, denominaba ensayos a aquellos trabajos en los que intentó profundizar más allá del reportaje, como su serie del Rastro madrileño, al que dedicó varios años, su viaje a París de diez días con otros fotógrafos en 1962, o los visitantes de las salas del Museo Thyssen, en las que el silencio emerge entre las sombras y los personajes tan pronto ocupan el centro de la imagen, como se acercan vertiginosamente a los bordes hasta casi desaparecer.