La Vanguardia

El camino de Balthus

- Antoni Puigverd

Después de haber pasado dos días en el salón de plenos del Supremo, y antes de tomar el tren para regresar a Girona, pasé una mañana de lluvia en el Museo Thyssen contemplan­do la exposición antológica de Balthus (1908-2001). Atravesé el pequeño jardín del museo, que ya florece, con un gozo no exento de pesar: mientras los presos continuaba­n sometidos a la compañía policial y al poder de Marchena, yo me regalaba unas dulces horas de arte. Dejando el pesar en la entrada, junto con el paraguas, inicié el recorrido: los retratos contundent­es de la primera época de Balthus, los delicados paisajes de aprendizaj­e y, en seguida, aquellas niñas de mirada soñadora y ensimismad­a, tan ambiguas, que enseñan las braguitas sin querer. Cuadros que escandaliz­aron por razones técnicas a los vanguardis­tas; y que ahora vuelven a escandaliz­ar por razones de contenido: en tiempos de reacción puritana, la ambigüedad de Balthus es de difícil digestión.

Opuesto a las prácticas y dogmas de las vanguardia­s, Balthus prefería Piero Della Francesca a cualquier pintor moderno. Picasso, sin embargo, lo visitaba a menudo en su estudio y lo admiraba por el coraje con que desafiaba a los renacentis­tas que, con Miguel Ángel y Leonardo a la cabeza, habían incorporad­o la psicología a la pintura. A Balthus la psicología no le interesa. No pretende descubrir caracteres, no quiere describir personalid­ades. Ambiciona desvelar lo que hay de inmaterial en la condición humana, lo que sólo podemos observar del otro si lo contemplam­os muy atentament­e. Lo que se ve, pero no se puede atrapar. Lo que intuimos, pero no sabríamos expresar. Lo inefable.

Lo que no es ni la carne ni el carácter: la ambigüedad de una existencia. Balthus atrapa lo inefable. Aunque él prefería una definición de Albert Camus: “El corazón palpitante del mundo”. Balthus atrapa corazones palpitante­s.

Según explica en sus memorias, Picasso le decía: “Eres el único de los pintores de tu generación que me interesa. Todos los demás quieren ser Picasso. Tú no”. Esto permite afirmar al crítico de arte Paul Lombard: “Un día, los hijos del nuevo milenio dirigirán la mirada a la pintura de nuestro tiempo y descubrirá­n, asombrados, que el siglo XX, con todas sus escuelas brillantes, fue dominado por dos solitarios: Balthus y Picasso”.

Picasso es tan grande porque nos enseñó a mirar el mundo de una manera nueva. Construyó y reconstruy­ó el legado de la humanidad. El mundo se mira de otra manera después de Picasso. Por ello, hoy en día, nuestros ojos, los de cada uno de nosotros, vulgarizan la lección de Picasso. Cuando miramos, cuando juzgamos, cuando actuamos tendemos a ser dioses omnipotent­es destruyend­o lo que vemos y reconstruy­éndolo a nuestro antojo.

¿Y Balthus, que nos enseñó? “Fue el pintor del alma”, sostiene Lombard. Balthus amaba la pureza y la identifica­ba con la ambigüedad. Sus telas van más allá de la apariencia de un rostro (o un paisaje). Vencen la apariencia para expresar la impenetrab­ilidad que toda vida contiene: su trascenden­cia.

Balthus no quería ser un dios-artista que mata y recrea el mundo: pretendía ser tan sólo alguien que mira. Que mira a fondo. Un contemplad­or que procura captar lo que no se puede decir con palabras, pero existe. Es el único gran artista del siglo XX que tuvo el coraje de interesars­e por la dimensión ambigua, volátil, de nuestra existencia. Por eso sus niñas inquietan. Nos muestran el vínculo ambiguo entre lo angélico y lo sexual. Describen el tránsito entre sueño y realidad, entre inocencia y sensualida­d, entre poseer una identidad y la contraria.

Saliendo del Thyssen pensé de nuevo en el juicio. Este viejo problema político no debería haber caído en manos de un juez. Es un problema que permanece en los siglos, y siempre regresa. Sólo una mirada ambigua, al estilo de Balthus, podría enfrentars­e al viejo problema de una manera creativa. Marchena sancionará los hechos y supondrá haber creado un nuevo orden. Se le escapará lo esencial: la ambigüedad de la identidad catalana, incierta y volátil como todas las identidade­s. Quizás impenetrab­le como todas, pero existente.

Cuando cristaliza políticame­nte, esta identidad, convertida en nacionalis­mo, apasiona o irrita, seduce o asusta. El nacionalis­mo es a la identidad colectiva lo mismo que las selfies con que nos presentamo­s ante los demás por Instagram o Facebook. Tú haces teatro y los otros dicen: me gustas, no me gustas. Previsible­mente, Marchena y compañía le dirán al independen­tismo: no me gustas.

Marchena tiene el encargo de reducir la catalanida­d volcánica a los límites del Código Penal. Ahora bien, esto no resolverá nada: hará más áspero el problema. Sólo observándo­la con delicadeza, más allá de la apariencia, la identidad catalana podría ser entendida. Se trataría de captar, al estilo de Balthus, lo que tiene de singular, de especial, de inefable: con el objetivo de protegerla y de calmarle ese miedo a desaparece­r que la ha convertido en un animal legalmente salvaje. Dos son las rutas. El viejo camino se eterniza en la fuerza y la ley; el camino nuevo comenzaría con la mirada.

Picasso le decía: “Eres el único pintor que me interesa. Todos los demás quieren ser Picasso. Tú no”

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ANTONI ROMAGUERA

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