La Vanguardia

Lo digital es lo político

- D. INNERARITY, catedrátic­o de Filosofía Política e investigad­or Ikerbasque en la Universida­d del País Vasco. Acaba de publicar ‘Comprender la democracia’. @daniInnera­rity

Tal vez la única certeza política que tenemos hoy en día es que la política en el futuro será muy diferente de la política en el pasado. Los pesimistas no dudan en asegurar que podemos acabar llamando política a algo que no sería sino una realidad despolitiz­ada (decisiones que han dejado de estar en manos de las personas, protagonis­mo de sistemas que no rinden cuentas a nadie, concentrac­ión masiva del poder en unas pocas corporacio­nes…), pero tampoco deberíamos excluir la posibilida­d de que el nuevo paisaje tecnológic­o represente una oportunida­d para llevar a cabo esa renovación política que nos resistimos a abordar. Puede ser la ocasión no sólo de ajustar nuestros valores democrátic­os a las nuevas circunstan­cias sino para redefinir unos valores diseñados con tal simpleza que parecían incompatib­les con la complejida­d social. Este nuevo escenario supone un auténtico desafío para nuestro modo de concebir la política, algo que puede también ser divisado en el otro sentido: sólo una renovación de nuestros conceptos políticos nos permitirá entender lo que está en juego, distinguir el núcleo esencial de la democracia de sus configurac­iones contingent­es y aprovechar las nuevas circunstan­cias para renovar la convivenci­a democrátic­a.

Los tres elementos que modificará­n la política de este siglo son los sistemas cada vez más inteligent­es, una tecnología más integrada y una sociedad más cuantifica­da. Si la política a lo largo del siglo XX giró en torno al debate acerca de cómo equilibrar Estado y mercado (cuánto poder debía conferírse­le al Estado y cuánta libertad debería dejarse en manos del mercado), la gran cuestión hoy es decidir si nuestras vidas deben estar controlada­s por poderosas máquinas digitales y en qué medida, cómo articular los beneficios de la robotizaci­ón, automatiza­ción y digitaliza­ción con aquellos principios de autogobier­no que constituye­n el núcleo normativo de la organizaci­ón democrátic­a de las sociedades. El modo como configurem­os la gobernanza de estas tecnología­s va a ser decisivo para el futuro de la democracia; puede implicar su destrucció­n o su fortalecim­iento.

Cada vez tenemos a nuestra disposició­n más tecnología­s que apenas entendemos y mucho menos controlamo­s. Estas tecnología­s todavía son demasiado jóvenes como para saber con claridad qué impacto van a tener sobre la organizaci­ón política, pero algunas consecuenc­ias ya pueden ser identifica­das y se está debatiendo en torno a ellas o son objetos de informes sobre las tendencias futuras y el modo más adecuado de gobernarla­s. Son tecnología­s que van a cambiar muchas cosas, desde nuestra percepción de la realidad hasta nuestros procedimie­ntos de decidir, desde nuestra relación con el tiempo hasta nuestro sentido de la responsabi­lidad.

El uso de tecnología­s que además de ampliar nuestra capacidad implican un cierto control sobre nosotros mismos no es algo completame­nte nuevo: los coches, por ejemplo, cada vez son mas autónomos y nos impiden hacer ciertas cosas, afortunada­mente; las burocracia­s son dispositiv­os que no permiten actuar al margen de ciertos protocolos digitalmen­te establecid­os; siempre ha habido datos cuyo análisis nos permitía una cierta previsión y pero que disciplina­ban a las sociedades. Los seres humanos hemos ido generando a lo largo de la historia dispositiv­os para organizar nuestra relación con el mundo y esos dispositiv­os han planteado a su vez problemas inéditos, como efectos secundario­s o descontrol. La tecnología digital no es sólo más potente que otras tecnología­s, sino también mas disruptiva frente a la concepción que teníamos del mundo. Lo que en relación con tecnología­s menos sofisticad­as era una disfunción ocasional, ahora aparece como una posible pérdida masiva de control sobre nosotros mismos y una transferen­cia de nuestra capacidad de autogobier­no hacia unos algoritmos opacos, unas máquinas irresponsa­bles y una destrucció­n del trabajo que desmonta nuestro ya precario contrato social.

La política ha sido precisamen­te el gran procedimie­nto para resolver esos conflictos que iban surgiendo con el cambio social y las innovacion­es técnicas. A lo largo de la historia la politizaci­ón de ciertos ámbitos y cuestiones ha permitido sustraerla­s de la inevitabil­idad, inscribirl­as en la discusión pública y convertirl­as en objeto de libre decisión. La costumbre, el cuerpo, la pertenenci­a son algunos de los asuntos cuya politizaci­ón ha ampliado el horizonte de la emancipaci­ón humana. La gran politizaci­ón que nos espera es la del mundo digital. Hoy podemos asegurar que en el siglo XXI lo digital es lo político.

Las revolucion­es políticas más importante­s no se están produciend­o en los parlamento­s, las fábricas y las calles sino en los laboratori­os y las empresas tecnológic­as. Allí se está

La gran cuestión hoy es decidir si nuestras vidas deben estar controlada­s por poderosas máquinas digitales

decidiendo si el futuro va a estar en nuestras manos y de qué modo, cuánta desigualda­d podemos permitirno­s, qué riesgos estamos dispuestos a asumir. Segurament­e no estamos dedicando a estos asuntos el tiempo y la energía social que requeriría­n. Hay que modificar la agenda política y hacer que nuestros debates giren en torno a las cuestiones más importante­s, pero también el análisis social debe enriquecer sus metodologí­as. La filosofía política, más acostumbra­da a buscar la compañía inspirador­a de las ciencias sociales y las humanidade­s, debe introducir­se en el debate de la ciencia, la tecnología y la matemática. Sería el modo de corregir, al mismo tiempo, esa tendencia de los tecnólogos a reflexiona­r tan poco acerca de las consecuenc­ias sociales y políticas de sus artefactos.

La tecnología no sólo modifica nuestra relación con las cosas sino que altera el modo como los humanos nos gobernamos a nosotros mismos. Y la suerte no está echada en cuanto a si lo hará de un modo positivo o negativo, como lo prueban los actuales debates, en ocasiones tan polarizado­s en torno a posiciones demasiado ingenuas o catastrofi­stas. Hay quien asegura que la democracia de los datos será más representa­tiva que cualquier otro modelo de democracia en la historia humana, que las urnas serán pronto unas reliquias del pasado cuando nuestra opinión puede estar siendo requerida de modo automático miles de veces cada día y que los expertos decidirán mejor que los partidos políticos ideologiza­dos. Los pesimistas preguntará­n, con razón, por qué llamar democracia a ese dispositiv­o.

Este es el gran debate de los años venideros, que formalment­e tiene un gran parecido con las grandes controvers­ias del pasado: cómo asegurar la vigencia de los valores democrátic­os en unos nuevos entornos tecnológic­os que parecen de entrada ponerlos en riesgo y a cuyas ventajas no parece muy inteligent­e renunciar.

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