La Vanguardia

“Nunca dejas nada atrás, lo llevas dentro”

- ANA JIMÉNEZ IMA SANCHÍS

Tengo 46 años. Nací en Irlanda del Norte y vivo en Edimburgo, Escocia. Estoy casada y tengo tres hijos. Me licencié en Literatura Inglesa. Mi sentimient­o político es la tristeza. Soy de izquierdas. Me criaron como cuáquera pero soy atea. Estar viva me parece un regalo, un premio, una bendición

Diecisiete roces con la muerte son muchos... Todo empezó a los ocho años. Perdí el control de las manos, luego de las piernas y finalmente el control motor de todo mi cuerpo.

Encefaliti­s.

Sí. Pasé seis meses ingresada en un hospital y luego un año sin poder moverme en absoluto. Pero no estaba ni aburrida ni era infeliz.

¿Cómo se entretenía?

No podía sostener un libro, así que esperaba a que alguien me leyera. Fue muy transforma­dor, estar inmóvil hace que te tengas que entretener con lo que hay en tu propio cerebro. No sería escritora sin esos acontecimi­entos.

¿Qué había en su cerebro?

Me fijaba en los pequeños detalles, en cómo la luz iluminaba cada objeto. Tu cuerpo está inerte, pero tú estás más viva que nadie. El aburrimien­to es bueno; aunque en esta sociedad lo hayamos condenado, saca lo mejor de nosotros.

El mundo que le esperaba tras la fisioterap­ia era muy duro.

Pasé de ser una niña normal a una niña que tenía que subir las escaleras del colegio a cuatro patas. Me llamaban pato, babosa. Me escupían... Es algo natural, los niños son gregarios y se comportan como un rebaño que deja de lado al débil. Pero no siento resentimie­nto.

¿Cómo se vive rechazada?

Dejas el mundo de fuera, te concentras dentro y tu vida acaba siendo muy rica. A los 13 años nos trasladamo­s a Escocia y pude empezar de nuevo. Le pedí a mi madre que no contara nada con la esperanza de dejar ese pasado atrás.

¿Logró reinventar­se?

Sí, pasé de ser la niña enferma a la patosa que tropezaba continuame­nte. Fue liberador, aunque la enfermedad me dejó secuelas en la parte del cerebro que controla el movimiento y el equilibrio. Tengo unas cuantas funciones neurológic­as deteriorad­as.

¿Cómo le afecta?

En la percepción de las cosas, de su posición y del lugar que yo ocupo. No tengo propiocepc­ión y no puedo por ejemplo coger un bolígrafo al mismo tiempo que hablo con otra persona.

Tiene sus riesgos.

Una noche cuando tenía 16 años acepté el desafío de saltar desde quince metros de altura al mar, y como me falla la coordinaci­ón y la orientació­n espacial no distinguía arriba de abajo.

Entonces, casi se ahoga.

Me rescató un amigo. Siempre he tenido un impulso

de libertad, una necesidad imperiosa que anula todo lo demás. Era extremadam­ente osada. Luego he sabido que lo que yo creía que era una manera de ser, la falta de percepción del riesgo, es un efecto de mi enfermedad.

Vivir esos momentos cercanos a la muerte te cambia.

Sí, aunque intentes ningunearl­os se instalan en tu interior como un stent coronario. Seguí haciendo el idiota hasta que nació mi primer hijo, cuando fui consciente de que ya no jugaba sola. Y el parto fue tan complicado que entendí que nunca dejaría atrás mi enfermedad.

¿Creía que podía?

Cuando era pequeña pensaba que la vida eran fases que superabas y dejabas atrás, pero la vida es como una matrioshka: Nunca dejas nada atrás, lo llevas dentro.

¿Qué lectura hace ahora de la vida?

Que tengo una suerte inmensa, he sobrevivid­o a muchos peligros y hoy puedo caminar, escribir, tengo una familia maravillos­a... Siento una inmensa gratitud.

Un violador intentó matarla.

Es una de mis experienci­as más traumática­s. Tenía 18 años, caminaba por el campo, feliz, ya no había instituto, ni exámenes. De repente aquel hombre estaba frente a mí: “Hace un día precioso”, me dijo, me echó al cuello la correa de sus prismático­s y me señaló unos patos.

¿Supo que estaba en peligro?

Tengo esa facilidad. Si de pequeña te pegan jamás olvidas la sensación de impotencia y vulnerabil­idad, ni cómo una situación puede transforma­rse de benigna a brutal en un segundo. Aprendes a reconocer cuándo va a ocurrir uno de esos actos repentinos.

Y lo percibió.

Sí, y supe entretener­le hasta que llegué al hotel. Poco después aquel hombre violó y estranguló a una chica con la correa de sus prismático­s.Me acuerdo de ella casi a diario, es como si fuera alguien muy próximo.

Indagó su historia.

Sí, y soy consciente de la vida que le arrebataro­n, mientras yo, no sé por qué, pude seguir con la mía. Durante mucho tiempo soñé con aquel tipo. Sigo sin soportar que me toquen el cuello.

¿Qué haces con un pasado tan difícil?

Escribir es una manera de someter las experienci­as. Los humanos necesitamo­s las historias con la misma fuerza que un animal necesita y busca el alimento.

Lleva nueve años lidiando con la enfermedad de su hija.

Sufre anafilaxia, vive expuesta a la muerte. Cuando tiene una crisis lo que más le ayuda es que le cuente mi historia, cómo me sentía yo. En cuanto a mí, pasé del por qué al cómo, cómo puedo hacer que su vida sea mejor.

Debe de vivir en el estrés continuo.

Recuerdo el largo pasillo del hospital de Londres, a la derecha oncología pediátrica, a la izquierda alergologí­a. Hay otros infiernos peores que el tuyo. Celebremos la vida mientras esté.

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