La Vanguardia

Demasiados socios

- Miquel Roca Junyent

De hecho, el populismo pretende ser la expresión contemporá­nea del espíritu revolucion­ario. Una sociedad en crisis eclosiona en líneas y direccione­s diferentes e, incluso, divergente­s según los países y los momentos. Pero, en la práctica, todas estas fuerzas dispersas lo que persiguen y ponen de manifiesto es una crítica radical contra el sistema, las institucio­nes, los valores de la sociedad liberal. En Europa, el populismo es también, de forma manifiesta o disimulada­mente, antieurope­ísta, intolerant­e, convencida­mente partidario de la confrontac­ión como herramient­a de cambio social.

Populismo de derechas o de izquierdas; todos se parecen. En la práctica, un menospreci­o por las formalidad­es democrátic­as, una gran intoleranc­ia, una posición simplifica­dora ante la complejida­d de la vida moderna. Víctimas de la demagogia, los populistas no hacen otra cosa que practicarl­a. Necesitan la división entre los buenos y los malos, entre los nuestros y los otros. Con la excusa de ser los únicos intérprete­s de la verdad, se mueven tranquilam­ente en el campo de la mentira sistemátic­a. Libertad, para negarla a los demás. Un debate reduccioni­sta que les permita ser excluyente­s. Asco por el respeto, odio a la moderación, miedo del pacto, incapacida­d para el acuerdo. Así vive y crece el populismo.

Dejarse arrastrar por el resentimie­nto, por la descalific­ación, por los objetivos que dividen, por futuros gloriosos hechos de rencores y miserias. Por esto, aquí y allí, los populismos se encuentran y se retroalime­ntan; desde la confrontac­ión se necesitan. Fabrican liderazgos personales que los atrapan en el amargor de sus mentiras, de su voluntad de destruir con la utopía de sueños vengativos. En toda Europa, con motivos y excusas diferentes, afloran estos planteamie­ntos más de signo racista, xenófobo, supremacis­ta, contrarios al sistema –el que sea–, violentos, irritados, sin voluntad de superación. Los encontramo­s en Italia, en Francia, en los países del Este, en los nórdicos; por todos lados aparecen, crecen. Los vemos, los sentimos; dan miedo.

Y, curiosamen­te, en su heterogene­idad se encuentran y se manifiesta­n juntamente. Las causas más nobles, convertida­s en expresión antisistem­a, se alimentan de elementos antisistem­a de origen muy diferente. En manifestac­iones y concentrac­iones ves como coincide gente pacífica e ilusionada con detractore­s de los valores que aquellos otros querrían preservar. La confrontac­ión los agrupa; la simplifica­ción los conduce por un mismo camino, hasta que ya es demasiado tarde para averiguar el porqué de cada uno. El “cuanto peor, mejor”, eso hace muchos socios. La historia está llena de estas experienci­as.

Las banderas ilusionant­es capaces de motivar a muchos son compartida­s por gente que ve en la contestaci­ón un motivo para favorecer la división y la confrontac­ión social. Impercepti­blemente, el discurso se confunde; ya no es nítido. Lo que se persigue va más allá de lo que inicialmen­te se proponía. Y el populismo saca provecho; el espíritu pretendida­mente revolucion­ario –que no es patrimonio de la izquierda radical– renace.

Los gritos pueden ser diferentes, pero el griterío hace un solo y único sonido. Las más sólidas reivindica­ciones ganan en fuerza y credibilid­ad en la medida en que no se diluyen en la diversidad. Esta es la trampa del populismo: sacar provecho de la contestaci­ón que no comparte.

En manifestac­iones y concentrac­iones ves como coincide gente pacífica e ilusionada con detractore­s de los valores que aquellos otros querrían preservar

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