Torra sigue gesticulando
QUIM Torra, presidente de la Generalitat, parece empeñado en pasar a la historia por su política de gestos partidistas, ya que no por los progresos que su gestión debería aportar al conjunto de los catalanes. Todo su mandato está dominado por la gesticulación, por su relación constante con los políticos en prisión o expatriados y por su participación en diversos y numerosos actos de la causa soberanista. Quien debería dedicarse a dirigir el país prefiere ante todo los quehaceres de un activista.
El último episodio en esta línea protagonizado por Torra es el de la resistencia al requerimiento de la Junta Electoral Central (JEC), que le apremiaba a retirar de los edificios públicos a su cargo –el Palau de la Generalitat y las sedes de las conselleries, entre otros– estelades y lazos amarillos, por considerar que ante la campaña electoral no es aceptable la presencia de símbolos partidistas en edificios gubernamentales.
La JEC concedió el lunes 24 horas extras a Torra para que ejecutara la retirada. El plazo expiraba ayer a media tarde. Pero ayer, pasado el mediodía, el president se sacó un as de la manga: el encargo de un dictamen al Síndic de Greuges para que le aclarara si debía retirar los símbolos. Su portavoz, Elsa Artadi, declaró después que la decisión final se tomaría de acuerdo con este dictamen (y no con la JEC). La decisión de Torra fue a título personal, pero dejó autonomía a sus consellers para decidir lo que hacían con los símbolos en sus departamentos. Luego, en al menos una conselleria, se retiraron símbolos.
Podemos llegar a entender, aunque no a compartir, que Torra decida mantener la tensión con el Estado, como si esa fuera la principal labor de la primera autoridad catalana. Pero creemos que el modo en que argumentó su decisión no es muy sólido. Y que además puede perjudicarle más que beneficiarle, lo cual acaso sea aplicable también a alguno de sus correligionarios.
No tiene sentido anteponer el dictamen del Síndic al requerimiento de la JEC, que es el organismo competente en la materia; no lo tiene porque la Sindicatura es un órgano de la Generalitat cuya función es fiscalizar la eficiencia del sector público catalán; y no lo tiene porque, cuando así lo ha creído conveniente, el Govern ha hecho oídos sordos a otros órganos oficiales, como el Consell de Garanties Estatutàries. No tiene sentido que el president se exponga a una investigación de la Fiscalía por desobediencia, que podría desembocar en su inhabilitación durante meses o años. Y no tiene sentido pasar la responsabilidad a los consellers, porque así se expone a otro episodio de desunión independentista.
No tiene sentido ninguna de esas cosas. Ni lo tiene siquiera su acción en términos propagandísticos, en especial cuando la gran batalla mediática del soberanismo se está librando ahora mismo en el Tribunal Supremo, donde son juzgados los políticos acusados por su papel en los hechos del otoño del 2017. Esta desobediencia de Torra, que se limita a balcones y ventanas de instituciones que a todos deberían representarnos, es innecesaria y redundante y puede ser contraproducente en los tiempos del juicio al procés. Y, ya que hablamos del juicio, insistiremos en que la desobediencia de Torra tampoco beneficiará a los encausados. Por no hablar del lamentable mensaje que se envía al conjunto de la ciudadanía catalana, cuando desde la más alta instancia de la Generalitat se llama a desobedecer el orden legal vigente.